en primera persona

Diario de un confinamiento: Un vermú con poco ‘glamour’

Día 14. Envidio las fotos de ‘influencers’ al sol en terrazas XXL. Mi balcón es enano, está casi todo el día a la sombra y ayer me atacó una paloma que requería un exorcismo.

Tener una terraza en tiempos de pandemia es mejor que poseer tierras.
Tener una terraza en tiempos de pandemia es mejor que poseer tierras.
Heraldo.es

Leo que, en estos tiempos de encierro, tener una terraza en casa equivale a lo que debía ser poseer tierras en el siglo XVII. También hay ahora latifundistas y peleas por las lindes, pero no es mi caso porque mi balcón es escuchimizadamente minúsculo. Tan pequeño es, que puedo poner una silla pero entonces ya no quepo yo.

Envidio esos seis trillones de fotos que la gente guapa cuelga en Instagram tomando un vermú al sol en sus balcones. Como no quiero ser menos y no me gusta rendirme, coloco la silla y ejerzo de Pepe Viyuela: saco un pie entre la barandilla, un brazo por la ventana, apoyo la cabeza en una maceta y trato de acomodarme con una coca cola en a mano. Estoy algo tenso, la verdad, y para colmo de males, mi casa se orienta al oeste por lo que el sol del mediodía da a la fachada de enfrente. Hace un poquito de frío, pero no me rindo. Quizá no esté de foto de filtro Valencia, de acuerdo, pero cierro los ojos y trato de imaginarme en una playa.

El reguetón de fondo de unos vecinos me hace pensar en esa típica familia con colchonetas, cubos y palas que, aunque tiene más de dos kilómetros de playa virgen, se coloca a dos centímetros de tu toalla. Sigo haciendo el esfuerzo por concentrarme en mis ensoñaciones y hasta escucho las gaviotas en la línea del horizonte. Ay, no. ¡Horror! Abro los ojos y es una sucia paloma la que está posada en mi alféizar y gorjea como si tuviera arcadas. Qué bicho más feo, de verdad. Miren que tengo todo el balcón lleno de cedés oxidados, colgados de cuerdas, pero no ha servido para ahuyentarla. Tengo tanto cedé roñoso en mi parte de fachada, que desde la calle me avergüenza porque mi piso parece una sucursal de Studio 54. Pero nada, la paloma en cuestión además de fea debe ser ciega porque por más ‘flashes’ y reflejos que la alcancen ella sigue impertérrita, sospecho que abonando de guano mis pobres y mustias plantas.

Aplaudo, le silbo, trato de espantarla, pero me hace ‘bullying’: me mira fijamente y sigue abonando a diestro y siniestro lo que son las macetas y lo que no, también.. Quiero que sepan WWF y Ecologistas en Acción que, de verdad, nunca he deseado la extinción de especie alguna. Que de pequeño veía ‘Waku, waku’ y que soy más amigo de los animales que San Francisco de Asís, pero –ay– esta paloma en concreto (Oda Mae, la he bautizado) me repugna. Los colombófilos ya pueden llenar de protestas mañana el buzón de cartas al director, pero yo –una vez que he comprobado que la bicha no lleva un mensaje encriptado en su pata– paso a la ofensiva y redoblo mis esfuerzos para ahuyentarla.

Doy palmas, grito, pataleo contra el suelo, y nada. Si me viera Farruquito me enrolaría en su espectáculo, pero Oda Mae es fría y calculadora. Cambio de estrategia e intento disuadirla haciéndole entrar en razón. Suelto un ‘speech’ que ni Séneca ante el Senado, pero nada.

Me dispongo a coger un palo y el maldito pajarraco me observa desafiante como diciendo ‘hasta aquí hemos llegado’. Oda Mae endemoniada agita las alas –aleluya– y sale volando, no sin antes –¡maldición!– golpear con su pecho mi lata de coca cola, que derrama balcón abajo. ¡Pero será hija de Horus! Mi idílico vermú ha sido un total fracaso. Y ahora temo que cuando salga a las ocho a aplaudir me quedaré pegado a las baldosas de terrazo.

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