en primera persona

Diario de un confinamiento. Un monumento para el microondas

Día 10. La paraonia avanza y me raptan miedos inopinados y absurdos: quedarme sin móvil ni internet o no saber desinfectar el bote de gel desinfectante.

Sí, qué ironía, ahora me pongo yo a ‘Cocinar para los amigos’...
Sí, qué ironía, ahora me pongo yo a ‘Cocinar para los amigos’...
Heraldo.es

Décimo día de encierro y la paranoia crece por momentos. Sin saber cómo me sorprendo desinfectando el bote de gel desinfectador. No soy el único trastornado por una abrupta obsesión por la pulcritud: un amigo me confiesa que cree que se le van a caer las manos de tanto lavar todo con lejía.

Me cuenta que ayer fue un técnico a su casa para ponerle internet. La compañía le había advertido previamente por teléfono que debía respetar en todo momento la distancia de seguridad. Aquello de las fantasías eróticas con fontaneros y butaneros se queda para las películas ‘clasificadas S’ de los 80.

El caso es que mi compañero le abrió la puerta y salió corriendo por el pasillo hasta la otra punta de la casa. Calcula que les separaron "unos seis kilómetros" aunque su piso no tenga más de 70 metros cuadrados. "En cuanto se ha ido, le he dado a todo con agua con lejía", me cuenta. "Quizá me he pasado porque ahora tengo la impresión de que me arden las manos ¡y me pican hasta las cejas!". Yo sé que es un exagerado. Pero también que es capaz de crear una pequeña nube química en su salón. Era un acérrimo fan de la serie ‘Chernobyl’. El coronavirus se me antoja peligroso, incluso, cuando no lo pillas…

Otra compañera se siente fatal porque ayer bajó al portal a buscar un paquete y lo hizo con guantes, mascarilla y una escafandra casera confeccionada con el envoltorio transparente de un paquete de folios. Me dice que el pobre repartidor de Amazon no llevaba protección alguna. La miró como si fuera la loca de los gatos, le dejó la mercancía a más de diez metros y, por lo visto, pasó más miedo él que ella.

Decía siempre mi abuela aquello de que "el miedo es libre y cada cuál coge el que quiere". Y pienso que tenía razón, sobre todo, cuando me dan los siete males al sufrir un microcorte de internet. Sudores fríos me entran al pensar que me quedo sin wifi o sin la oferta de 186 millones de películas –aún no he visto una entera– de mi operador de cable.

Hay otra cosa que por nada del mundo quiero que me falle estos días. ¿El ánimo? ¿La esperanza? ¿El espíritu de victoria? No: el microondas. Para mí, que hasta ayer pensaba que Ferrán Adrià era el lateral izquierdo del Barça, su baja sería el acabóse. Lo tengo puesto en una suerte de altar, con espumillón y unas cuantas deidades paganas. Está junto a una docena de libros de recetas y manuales de ‘cocina para dummies’ que no abriré jamás. Cuando paso a su lado lo acaricio, le doy mimos, regalo bonitas palabras a su metálico oído.

"Ruletitas preciosas –le susurro–. ¿Cómo está tu magnetrón? ¡Ay, chatín, qué bien me haces el ‘defrost’". Parezco el Arturo Fernández de los electrodomésticos. Espero que haya olvidado la vez que casi le prendí fuego con una bolsa de palomitas. La verdad es que, sin él, la inanición y yo seríamos la misma cosa.

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