en primera persona

Diario de un confinamiento: El paraíso del hipocondriaco

Día 12. Emprendo una expedición a la farmacia. En un alarde de madurez, rechazo un termómetro con cara de oso panda. Me compro otro más caro pero no sé usarlo.

Un surtido para todos los males.
Un surtido para todos los males.
Heraldo

No quiero parecer un eremita huraño, pero… ¿Tan bien os caen todos vuestros contactos como para hablar con ellos todos los días? Estoy confuso. Hasta en el apocalipsis soy un pelín asocial. Tengo un grupo de whatsapp llamado ‘Los Grinch’ y es con el que más identificado me siento estos días.

Me armo de valor y me decido hacer una expedición a la farmacia. Tengo que comprar líquido de lentillas porque los tutoriales para hacer soluciones salinas caseras no me convencen. Me asomo a la mirilla de la puerta para evitar vecinos y veo el terreno despejado. Rellano, ascensor y –ya casi en el portal– escucho unos ruidos extraños. Proceden del subterráneo, del cuarto de contadores del que nunca hago uso porque sospecho que allí anidan pangolines. Al lado están los trasteros y alguien anda removiendo cosas. ¡Maldición! Es el del quinto, el vecino del puro, el hablador, el que no suelta a su presa cuando por educación le da los buenos días.

"Hola, ah, ya te he leído. Tú eres el que escribe todas esas tontadas". Ya estamos. Y yo que veía el Pulitzer más cerca... "Pero, ¿a eso lo llamas trabajo? ¿De verdad que por eso te pagan?". Decidme ahora si tengo motivos para ser el Grinch o no.

Me excuso diciendo que me van a cerrar, aunque son las once de la mañana. Enfilo la calle y aún escucho un exabrupto de esos de "una guerra teníais que pasar"… Le lanzo una mirada de desprecio, pero veo que me ignora y que le sigue dando la turra a la hilera de buzones. Pobre hombre, solo quería un desahogo, una conversación, ese ‘ave maría purísima’ que todos precisamos estos días cuando descolgamos el teléfono.

Llego a la farmacia. Compro el líquido de lentillas, pero el pánico me hace llevarme también juanolas con própolis, tensoplast, un quitaojeras, gasas, algodón, laxante, Fortasec y orfidal. ¡Hasta le echo el ojo a unas muletas ortopédicas a muy buen precio! La farmacia se me antoja el parque temático de la hipocondría. Veo que tienen Betadine. Le cuento a la licenciada que tengo una amiga que tiene fe ciega a ese ungüento. Que lo usa para todo. Que creo que le echa lingotazos al café y que sospecho que tiene acciones de la compañía. La farmacéutica me atiende sin interés alguno. Compruebo que solo me falta el puro.

Le pregunto, por último, si le quedan termómetros, pues para mí eso de medir fiebre era hasta la fecha algo intuitivo. Me ofrece dos tipos, uno muy cuqui con forma de oso panda que cuesta seis euros y otro más aburrido que vale diez. Por primera vez priorizo mi salud a mi bolsillo. A lo loco. Confío en que sea más fiable que los test chinos.

De vuelta a casa voy pensando en que no sé utilizar el termómetro. No sé cuál es la temperatura normal y ni siquiera cómo ni dónde se pone. Unos me dicen que en la axila y otros que bajo la boca. Abro hilo. No quisiera yo experimentar… Cruzo el portal de puntillas porque escucho que mi vecino sigue trasteando. Entro a casa con un termómetro en la mano, pero tengo la sensación de que estoy entrando en algo peor, en algo así como la vida adulta.

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