EN PRIMERA PERSONA

Diario de un confinamiento: Paulov y un encierro digital

Día 25. Hay niños pequeños que en cuanto sus padres abren el balcón (da igual que sean las seis, las ocho o las diez) se ponen a aplaudir.

Un pequeño infante agradeciendo el esfuerzo del personal sanitario.
Un pequeño infante agradeciendo el esfuerzo del personal sanitario.
EFE

No he hecho el de dar toquecitos a unos rollos de papel higiénico. Tampoco el de colgar una foto vergonzante de la infancia. Ni el de aguantar diez horas en pino puente ni mucho menos el de fabricar un clavicordio con las técnicas propias del siglo XVI. Por favor, quién quiera que sea que se inventa los retos de Instagram ¡que se tome unos días de descanso!

Pienso en cómo sería una cuarentena analógica porque la de Twitter, Facebook, Skype, TikTok Zoom y Teams es agotadora. Quizá leyéramos libros. Quizá nos ilumináramos solo con velas. Quizá lanzáramos los restos del orinal de la noche anterior por la ventana… Ay, ahora que lo pienso, ¡qué bien esta cuarentena digital! Conforme avanza –comprobarán– tengo menos criterio que mi ya de por sí exiguo equilibrio psicológico.

Cuando pienso que la cosa se pone fea, me imagino volviendo a los tiempos en los que fuimos cazadores-recolectores, me visto ‘animal print’ y bajo al supermercado. Si en los estantes no queda brócoli ‘light’ sin gluten de plantación virgen, me enfado. Imagino a mi primo neandertalesco, con sus tres filas de dientes picados, riéndoseme en la cara. Pero no hace falta ir tan atrás. Pienso en la cuarentena cervantina, que el literato pasó rodeado de cucarachas y ratas. Qué suerte que a mí todo lo que me amenace sea la pilar de bolsas de palomitas para microondas que juega al ‘Jenga’ y me puede sepultar en cualquier momento. Insisto, qué bien este encierro tan social y sin candado.

Como especie, en pleno siglo XXI, seguimos siendo frágiles, vulnerables y... bastante graciosos. Lo confirma lo que cuenta un amigo –precisamente en las redes– a cuyo hijo recién nacido parecen haberle inducido una suerte de involuntario ‘efecto Paulov’. Dice que cada vez que abren el balcón se pone a aplaudir. Que que da igual que sean las once que las cinco que las ocho, es automático: se abre el balcón y la criatura se pone a dar palmas. Me parece adorable y digno de estudio. La teoría del condicionamiento es también la del confinamiento.

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