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Los pequeños artilugios de James Bond

Un viaje al pasado reciente: historia de los anuncios, de las compras por catálogo, del cultivo del cuerpo y de algunas sorpresas inesperadas.

Uno de los anuncios que se ofrecían en las revistas de la época.
Uno de los anuncios que se ofrecían en las revistas de la época, en este caso para convertirse en artista.
Archivo L. Rabanaque.

Con la llegada de las nuevas tecnologías la vida es mucho más fácil... y un pelín más aburrida. Una mañana del pasado verano mi hija estaba nerviosísima, recogía por la tarde el resultado de un carrete de fotos que había traído del pueblo. La excitación era comprensible porque por el precio de un revelado obtenía la incertidumbre del resultado y las copias en papel para guardar y revivir unos días especiales. Todo ventajas. Esas pequeñas emociones las perdimos, junto a los álbumes que sacábamos de cuando en cuando, con el nuevo milenio.

A ella no le tocó vivirlo, claro, porque cuando nació ya había un par de cámaras digitales en casa. Pero en mi infancia, recoger el sobre con las fotos reveladas se convertía siempre en una fiesta. Vivíamos esas pequeñas cosas como un acontecimiento feliz. Recuerdo también que un año nos tocó algo parecido a un premio gordo, porque en un tambor de Colón nos salió un vale regalo, una muñeca "Rabietas" que mi hermana todavía conserva. Pues bien, cuando avisaron de que la traían a casa, estábamos esperando en la escalera mi familia y algunos vecinos. Que pasara algo bueno, aunque fuera pequeñito, era motivo de celebración comunitaria.

Precisamente en los años setenta, las ventas por correo fueron un auténtico fenómeno. De hecho se publicitaban en algunas de las revistas más vendidas de la época, el Teleprograma por ejemplo, y nos volvían locos aquellos anuncios maravillosos llenos de artilugios propios de una película de James Bond. Bolígrafos espía, vibradores magnéticos (sí, sí, en época de Franco se podían vender si eran para uso superficial, fíjate) o prismáticos con "vidrios científicos" (imposible dudar de ellos). O ese "construya usted mismo el garaje para su coche" o "vea a través de la pared lo que pasa en la casa de sus vecinos" o "convierta su televisión de blanco y negro en una en color". Todo tenía su truco una vez recibido el paquete, porque el garaje era una capa plastificada que cubría el vehículo, para saber lo que hacían los vecinos tenías que hacer un agujero en la pared y pasar una especie de mirilla (nada que no se pudiera solucionar con un taladro y unos meses de cárcel), y la tele la veías en color, sí, pero gracias a un acetato con tintes rojos, verdes y azules que se pegaba delante de la pantalla. Eso sí, la ilusión del comprador durante la espera era incomparable.

En mi casa nunca pedimos nada a estas empresas de venta por catálogo, el que no sobrara el dinero se convirtió en una suerte, y nos evitamos la vergüenza de recibirlo. Porque cuando iba a jugar a las casas de mis compañeros tuve en mis manos "auténticos telescopios astronómicos de gran alcance" con los que se veía borroso a partir de dos metros. También recuerdo que uno de los primeros cigarrillos que me fumé salió de la figura de un burrito al que tenías que acariciar las orejas, ese artículo era de los pocos que funcionaban. Tras el roce "orejil" la criatura levantaba el rabo y por el mismísimo trasero disparaba el cigarrillo en cuestión. Ambrosía.

Una tentativa para hacerse fuerte y convertirse en un musculitos.
Una tentativa para hacerse fuerte y convertirse en un musculitos.
Archivo L. Rabanaque.
También recuerdo que uno de los primeros cigarrillos que me fumé salió de la figura de un burrito al que tenías que acariciar las orejas. En ese momento levantaba el rabo y por el mismísimo trasero disparaba el cigarrillo en cuestión. Ambrosía.

La tentación, en cualquier caso, era insalvable, porque con cualquiera de estas compras te llegaba (¡¡gratis!!) el artículo definitivo: un revólver con la munición incluida. De hecho el texto del anuncio no dejaba lugar a las interpretaciones: "Una apreciada joya de gran belleza. Totalmente metálico, terminación en acero pavonado y cachas nácar, tan real y perfecto que hace dudar de su autenticidad a los expertos...". No me explico a qué tipo de expertos preguntaron, porque a mis amigos les llegó una pistola de pistones del tamaño de un llavero que aguantaba con entereza entre uno y dos disparos.

Entre todo el catálogo recuerdo varios artículos que se convirtieron en objeto de mi deseo y para los que estuve ahorrando sin conseguir finalmente la autorización familiar (gracias, papá). El kit de postizos capilares era uno de ellos y gracias a él pensaba entrar sin problema a las sesiones de adultos del Cine Venecia. Otro te regalaba en pocos días una musculatura propia de culturista, como la del señor "encalzoncillado" que mostraba la fotografía (soñaba con lograr la atención de las muchachas lanzándome a la piscina olímpica y chocando mis nuevos pectorales contra el agua). Para los que pedían este artículo concretamente, el chasco era curioso. Porque recibían unas gomas con una cierta resistencia y eso sí, un completo manual que te decía cómo estirarlas, en eso consistía la magia.

Pero para mí, y para el resto de mis compañeros (varones todos ellos), el producto estrella eran sin duda las gafas de Rayos X. La imagen del anuncio dejaba las cosas claras; la tecnología era tan avanzada que distinguía entre sexos. A las chicas las podíamos ver en ropa interior, las gafas salvaban de forma sorprendente el vestido. Para los chicos iban un paso más allá: se les veía el esqueleto. Estas gafas recuerdo que las compró el hermano mayor de un compañero de clase y jamás nos dejó que las probáramos. Decía que eran muy caras y que se las podíamos romper. Ese muchacho estuvo masticando la vergüenza de haberlas comprado mientras simulaba el disfrute de un paraíso de muchachas casi desnudas que se cruzaban a su paso (al tiempo que comprobaba si había lesiones en la columna vertebra de los chicos, imagino).

Pero lo que él padecía, ahora lo sabemos, para él se quedaba. Cada vez que veo a un señor mayor con gafas paseando sonriente por mi calle pienso si será aquel muchacho y miro con cariño al que podría ser el "voyeur-radiólogo" de mi infancia. Y me quedo con ganas de pedirle que me mire la espalda, porque tengo un dolor entre la segunda y la tercera lumbar que me lleva de cabeza. Las ganas de ver a las vecinas de mi calle en ropa interior, eso sí, se me pasaron hace tiempo.

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