Emilia Pardo Bazán: comer, malcomer y escribir

En el centenario de su muerte, recordamos la complicada relación que la escritora gallega tuvo con la comida.

Emilia Pardo Bazán (con el vestido coloreado en rojo), en una comida en su casa.
Emilia Pardo Bazán (con el vestido coloreado en rojo), en una comida en su casa.
Vocento

Aunque ustedes me lean en otra fecha, para quien esto escribe es 12 de mayo de 2021. Sería una jornada como cualquier otra si no fuese porque hoy se cumplen 36.525 días desde la muerte de Emilia Pardo Bazán. Podríamos pensar que con tantos miles de días mediante poco importa uno más o uno menos, pero da la casualidad que 36.525 de ellos se traducen exactamente en 100 años. Y ya saben ustedes cómo nos las gastamos con los números redondos: 100 vueltas alrededor del sol no son lo mismo que 99 ni que 101, de modo que hoy -el susodicho 12 de mayo- se ha tirado la casa por la ventana en lo que a alusiones pardobazanianas se refiere.

El centenario traerá cola a lo largo de todo el año 2021, así que no será éste ni el primer ni el último artículo que ustedes lean sobre doña Emilia. Durante esta semana se ha hablado sobre la obra literaria de esta ilustre coruñesa, sobre su vinculación con el feminismo y sobre sus amores retozones con Galdós; también se ha escrito acerca de sus textos inéditos, de su faceta como crítica, traductora o periodista, del conflicto entre su actitud rebelde y sus opiniones conservadoras, de su amor por la moda o de su papel en la construcción del famoso Pazo de Meirás. Por sacar se ha sacado incluso a relucir su crónica negra familiar, que incluye desde el brutal asesinato de su abuela paterna hasta los fusilamientos de su hijo y nieto en la Guerra Civil.

Lógicamente se ha recordado también la afición de la novelista por la gastronomía, se han desempolvado sus dos recetarios ('La cocina española antigua' y 'La cocina española moderna', ambos de 1913) y hasta se ha aprovechado para estudiar su interés por las cazuelas desde diversos puntos de vista.

Se ha dicho tanto y tan bien que resulta difícil ofrecerles a ustedes algo novedoso, sobre todo si tenemos en cuenta que en esta sección hemos hablado de doña Emilia en más de veinte ocasiones. Tiempo tendremos de sacar aún más punta a su pasión culinaria, así que esta vez gustaría incidir en la complicada, peculiar y personalísima relación que nuestra protagonista tuvo con la comida.

Diabetes galopante

Porque Pardo Bazán comía y a la vez malcomía, y en cierto modo su alimentación tuvo mucho que ver con su muerte. La causa directa de su fallecimiento fue una afección pulmonar grave que se sumó a una galopante diabetes, dolencia que sufría desde hacía más de tres décadas. En 1885 conocía ya tan de cerca esta enfermedad que se la endosó a don Victoriano, uno de los personajes de su novela 'El cisne de Vilamorta', y aprovechó para describir perfectamente tanto sus síntomas como los padecimientos y privaciones que acarreaba.

La entonces conocida como 'diabetes sacarina' no tenía cura y se usaban distintos tratamientos -más o menos inútiles- dependiendo del conocimiento u opinión del médico en cuestión. Lo habitual era prescribir al enfermo dieta estricta y baños terapéuticos, razón por la que doña Emilia fue fiel visitante del balneario de Mondariz (Pontevedra). En 'El cisne de Vilamorta' el diabético también pone rumbo a unas termas para 'tomar las aguas' confiando en que le sirvan para aliviar el mal que padece.

Pardo Bazán sabía que la diabetes era grave y que inevitablemente se llevaba a la gente al otro mundo. "Estoy convertido en azúcar", dice don Victoriano en el libro, "se me debilita la vista, me duele la cabeza, no tengo sangre.". También sufría sed continua y arrebatos de hambre, igual que la autora. La oronda figura que lució siempre la gallega pudo ser a la vez causa y consecuencia de la diabetes tipo 2, que le provocaba -tal y como le adjudicó a su personaje- "bulimia nunca saciada, sed abrasadora, aquella sensación enervante de derretimiento, de fusión, aquel liquidarse continuo". Actualmente la presencia de altas concentraciones de glucosa en la sangre se controla a través de la insulina, una hormona que sería descubierta en Canadá precisamente en 1921, el año en que doña Emilia murió. Frederick Banting y Charles Macleod recibirían el Nobel de Medicina por su descubrimiento en 1923, demasiado tarde para ella y para todos los que sufrían aquel trastorno metabólico.

Las dietas y las privaciones gastronómicas se alternaban con episodios de polifagia o atracones, una situación penosa para una amante de la cocina refinada como era Pardo Bazán. Del mismo modo que a don Victoriano en la novela, a la escritora le prohibieron terminantemente el pan: "Su enfermedad le vedaba las féculas y los glútenes, hasta el extremo de que solían enviarle de Francia unas hogazas preparadas 'ad hoc' sin ningún elemento glucogénico".

Posiblemente doña Emilia hiciera muchas veces oídos sordos a los consejos médicos y comiera lo que no debía. Quizás por la misma razón se regodeó tanto en la cocina escrita, ya fuera explicando en sus recetarios platos que no podía comer o deslizando en su obra nostálgicos guiños a los dulces o al pan gallego, "mejor en su género que el bizcocho".

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