HISTORIA

Del jardín de Pignatelli a la torre de Bruil, así eran los primeros parques de Zaragoza

Un libro de Laura Ruiz explica cómo surgieron, tras los Sitios, las zonas verdes en la capital aragonesa. La burguesía era a veces la encargada de sufragar las costosas obras, para revalorizar sus viviendas.

Postal plaza de Aragón en 1908
Postal plaza de Aragón en 1908
Archivo Municipal de Zaragoza

La idea de una ciudad con plazas, paseos arbolados, bancos y parques es relativamente moderna. La Zaragoza previa a Los Sitios sorprendería a un viajero en el tiempo por lo angosto de sus calles y la insalubridad de las viviendas. Podría decirse que la ciudad, tal y como ahora la conocemos, nació en el siglo XIX, «a la vez que crecían las clases burguesas y se creaban nuevos barrios. De hecho, el primer parque de Zaragoza, el de Pignatelli, se sufragó con el dinero de los residentes en la zona de los paseos de Torrero (actual Sagasta), Ruiseñores y Cuéllar, que querían revalorizar sus viviendas», destaca Laura Ruiz Cantera, investigadora del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Zaragoza y autora del libro ‘Los espacios verdes en la Zaragoza del siglo XIX’, que publica Rolde de Estudios Aragoneses y que recopila, por primera vez, documentación sobre el desarrollo de los primeros parques de la capital aragonesa.

No ha sido tarea fácil, reconoce Ruiz. «Muchas ciudades españolas tienen libros sobre la historia de sus parques, pero no Zaragoza. Existe bibliografía del parque Grande y poco más, y se obvia la historia de ese parque Pignatelli que ocupó el espacio de una fábrica de ladrillos; del de Bruil, que era un ‘jardín de recreo’, como se llamaba entonces a las fincas particulares que se abrían varias veces al año cobrando una entrada, o la zona de las Balsas de Ebro Viejo, actual parque del Tío Jorge, y que era una zona insalubre, con agua que dejaba el Ebro tras sus crecidas, que fue desecada».

De los patios a los parques

Antes de que las ciencias naturales cobrasen importancia y se relacionara la presencia de plantas con una mejora en la salud, las ciudades no tenían zona verde. En Zaragoza, quedaban reducidas a jardines como el del convento de Santa Engracia. Será ya en la Zaragoza dieciochesca cuando se crea legislación para embellecer la ciudad. «Se conserva documentación desde 1756 hasta 1771 que alude a los gastos destinados al riego, limpia y plantación de las alamedas de Santa Engracia, Capuchinos, Puerta del Carmen y Macanaz, así como en el camino de Torrero, Puerta Sancho o Cogullada», cuenta Ruiz en el libro. «Las especies más utilizadas para el adorno eran la peonía para la decoración floral y el olmo para la repoblación arbórea».

Los zaragozanos tenían además las vegas de los ríos, con alamedas naturales, como la arboleda de Macanaz. Otro lugar concurrido en la Zaragoza deciochesca era el llamado paseo de Santa Engracia (que tenía un recorrido similar al actual paseo de la Independencia y dirigía al Coso, entonces la calle más importante de la ciudad). También eran populares los paseos de Capuchinos (actual calle Hernán Cortes) y el de Torrero (ahora paseo de Sagasta).

Llega el primer parque

Si pudiéramos saltar a un universo paralelo, quizá nos encontraríamos con una Zaragoza que cuenta con un enorme parque que ocuparía lo que ahora es la plaza de los Sitios, el Museo de Zaragoza, la antigua Escuela de Artes, el colegio Gascón y Marín... Así era el primer proyecto, diseñado por el arquitecto Félix Navarro en 1880 y que no se pudo realizar por falta de fondos. «La falta de dinero fue en Zaragoza el principal obstáculo para la creación de parques y jardines. Tras quedar la ciudad destruida con la Guerra de la Independencia, todos los fondos iban a proyectos de primera necesidad», cuenta la autora.

Por otro lado, no siempre había terreno disponible. Para la creación del primer parque, el jardín de Pignatelli, costó llegar a un acuerdo con el dueño de la torre de Buil (no confundir con la de Bruil, que estaba en otra zona de la ciudad), que ocupaba parte de los terrenos, que fueron expropiados de forma forzosa. Después llegaría el tema del dinero, que esta vez se solventó porque el parque se pagó con el dinero de los vecinos. Y, de forma paralela, se gestaba ya la creación de otro gran parque, esta vez a las afueras: el parque Grande, que se inauguró en 1929. Y también en los años XX tuvo lugar la reforma de las antiguas Balsas de Ebro, aunque hubo que esperar décadas para ver convertida esa zona de recreo en el actual parque del Tío Jorge, inaugurado en 1968.

Laura Ruiz dedica amplio espacio en su libro al actual parque Bruil, que empezó siendo un ‘jardín de recreo’, a mediados del XIX. Pertenecía a la finca de Juan Bruil, construida sobre los terrenos del antiguo convento de San Agustín. «Solía abrirse en verano y se cobraba una entrada. Tenían puestos de flores, una pequeña montaña rusa e incluso un zoológico donde había pavos reales, monos, faisanes, perros de Mont Cenis...». Bruil y su mujer, Ángela Mur y Mendoza, eran muy aficionados a la botánica «y crearon un jardín con arbolado y plantas muy variadas. Todavía queda alguno de esos antiguos ejemplares, que los vecinos del barrio intentan salvar, aunque están en mal estado».

Pero cualquier tiempo pasado no fue mejor. «En los últimos 40 años hemos vivido en Zaragoza una auténtica transformación, con la creación de parques en muchos barrios de la ciudad. El parque del Tío Jorge, el de Torrerramona, el de las Delicias, de la Paz..., una transformación que, además, sigue adelante, con la recuperación de las riberas o la apertura del parque del Agua».

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