diario de un confinamiento

Primera mañana de teleconferencia y charlestón

Una vez consigues ajustar los cables del ordenador, la reunión comienza sin haber tenido tiempo de peinarte. La lluvia arruina mi único entretenimiento del día: regar las plantas.

Vistas del barrio y de las plantas que no se dejan regar.
Vistas del barrio y de las plantas que no se dejan regar.
 C. P. B.

Llueve. El día no invita a salir. Menos mal. Llevo diez minutos de cuarentena oficial y ya me subo por las paredes. Abro una libreta para anotar todo lo que estos días nos vaya pasando. Es una Moleskine (uno tiene clase) y aunque el cuaderno de viajes está llamado a albergar anotaciones del Taj Mahal o Rockefeller Center, esta libreta –pobrica mía– no va a visitar más allá del cuarto de fregonas del portal.

A las nueve de la mañana tenemos videoconferencia. Todos teletrabajamos y es la primera vez que lo ponemos en práctica. Me he levantado casi una hora antes para poner todos los cables y aparatejos como el Señor (un Señor tecnológico ahora que las misas se echan por Youtube) me ha dado a entender. La maraña de enchufes, cargadores, puertos y ratones me convierte en prisionero. Me veo maniatado por un montón de cables y, aún así, trato de dar un sorbo a la taza de café. Patética estampa, lo sé, pero no hay espejos cerca y las cortinas están echadas. "¡Buenos días!", me grita la pantalla y me da un vuelco el corazón. Maldición. La conferencia ya está en marcha. "No, que es solo una prueba, tranquilo. Peínate, vístete, y en diez minutos hablamos". Ostras, es verdad. Solo deseo que mi compañero-confidente no haya hecho capturas de pantalla y estén rulando como la pólvora por los grupos de Whatsapp. Imposible. Me enteraría. Quizá estoy en diez millones de esos grupos, cada vez más prescindibles y, en consecuencia, más silenciados.

El ‘party line’ acaba resultando muy cotilla. Uno hace que escucha al interlocutor, pero aprovecha para ver la decoración y los salones de sus colegas, que probablemente estén contando sus previsiones aún con la parte de abajo del pijama. Vivo solo, ahora muy aburrido, así que me divierte ver por videoconferencia cómo el hijo de una compañera baila cual descosido por la cocina. "Es que le toca clase de educación física, y tiene que seguirla", se disculpa ella, mientras el pequeño sigue coreografiando a –esto es lo terrible– New Kids On The Block. ¡Pero que han pasado 25 años de esa canción! ¡Un poco más y acaban aprendiendo charlestón!

Pienso en cómo esta crisis nos puede hacer retroceder en el tiempo. Pero no hasta las oscuras cavernas, porque gracias al Señor –tecnológico– el Prado abre aunque sea por Instagram y el wifi obra maravillas como la teleconferencia esta a la que ha dejado de prestar atención. Como somos tantos, si permaneces un rato callado, la multipantalla te ignora y escoge a otro interlocutor más activo. El truco es gratis. De nada.

Gracias a esa otra deidad llamada wifi me siguen llegando fotos de hijos de amigos mientas teletrabajan. Los hay formales, dibujando arcoiris bajo el lema ‘Saldremos de esta’, pero también hay pequeñas criaturas endemoniadas que dan cabezazos en la tripa de su progenitor. Por un lado lo envidio: no por lograr un páncreas magullado, sino por pasar estos días inciertos en compañía. Por otro, pienso que si la cuarentena se prolonga, es una pesadilla tener un niño sin exorcizar 24 horas en casa.

Ayer otra insensata amiga me confesó que prefería ser detenida antes de quedarse encerrada ‘non stop’ con su hijo de seis años. ¿Hasta qué edad se podía antaño dejarlos en el torno en un convento? ¿Qué medidas tenían aquellas ventanucas giratorias?

Divago con estas tontadas hasta que me doy cuenta de que la telereunión ha acabado. Yo y mis musarañas. Mañana les diré que el sistema se quedó colgado. Ahora iba a regar las cuatros tristes plantas de mi balcón, pero sigue lloviendo. Ya ni eso me dejas hacer, maldito covid-19.

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