SOCIEDAD

Cuando los viajes a Madrid duraban cuatro días y había que dar descanso a las mulas

El desembarco de Ouigo acercará más aún a Zaragoza con Madrid y Barcelona. ¿Cómo se han cubierto estos trayectos en los últimos siglos? Esta es una historia de diligencias, máquinas de vapor, vuelos regulares y ¡hasta patinetes!

Una de las antiguas locomotoras, en el año 1921, de las que cubrían la ruta Madrid-Zaragoza-Alicante.
Una de las antiguas locomotoras, en el año 1921, de las que cubrían la ruta Madrid-Zaragoza-Alicante.
Archivo Histórico Ferroviario

Hoy se inician los viajes regulares de Ouigo, la que ha venido en denominarse ‘compañía de alta velocidad barata’. Este desembarco ‘democratizará’ aún más los desplazamientos a Madrid y Barcelona, que hasta la fecha habían de hacerse por carretera (bien fuera en coche privado o en el consabido Alsa) o en AVE, con unos costes no siempre asequibles. Pero, ¿cómo se viajaba antaño hasta la capital?

A comienzos de siglo XVII las estafetas postales unían la capital del Ebro con Valencia, Barcelona, Madrid y otras ciudades importantes de la península. El correo era semanal y los 314 kilómetros hasta la villa y corte se cubrían con mulas y solía tardarse unos cuatro días. Había, claro, que echar mano de media docena de mulas, que tiraban de un coche de cuatro plazas, y se desplazaban por caminos más o menos habituados. Las diligencias poco a poco se fueron sofisticando y en el trazado también surgieron casas de arrieros, en las que los animales podían descansar o ser sustituidos si flaqueaban o se ponían enfermos. Calculan los expertos que en estos viajes se podían alcanzar los 75 kilómetros al día, habida cuenta de que un caminante ligero podía completar hasta 25 kilómetros cada doce horas.

Más o menos de esta forma se trasladaron los aragoneses ilustres de los siglos XVII y XVIII, véase Gracián, el conde de Aranda o Goya, que son los únicos que viajaban, porque -lejos de considerarse un placer- tal práctica era un suplicio y entonces era sumamente raro que un ciudadano de a pie emprendiera un desplazamiento más allá de su comarca si no era por estricta obligación.

Las diligencias, con sucesivos cambios de postas, cubrían un recorrido que transitaba por Ricla, Calatayud, Alhama de Aragón, Arcos de Jalón, Sigüenza, Alcalá de Henares… El billete a finales del siglo XVIII costaba 300 reales y la duración de la expedición variaba en función del clima, de los derrumbes y de cualquier otro suceso inesperado. Poco a poco las condiciones y las infraestructuras fueron mejorando y allá por 1895, cuando HERALDO salió a la calle por primera vez, el viaje en diligencia de Zaragoza a Madrid costaba un día y medio. Entonces, sin embargo, ya existía la posibilidad de viajar en tren, porque la historia post-diligencias se abrió con una locomotora de vapor que llegó a Zaragoza desde Barcelona, en 1861. El primer tren del mundo ya ‘era viejo’, pues en 1804 se habían hecho pruebas y ensayos con prototipos germinales, que pudieron llegar, incluso, a oídos del mentado Goya. No sería hasta 1825 cuando los ingleses sí dieron con una máquina útil para el transporte de viajeros, con una suerte de patente que tardaría una década en llegar a España. 

La red de primigenias carreteras por las que circulaban las diligencias en el siglo XVIII.
La red de primigenias carreteras por las que circulaban las diligencias en el siglo XVIII.
Heraldo

El tren catalán llegó a Zaragoza en 1861 (el de Madrid tardaría dos años más) y lo hizo con el rey consorte Francisco de Asís (esposo de Isabel II) a bordo de un vagón forrado de terciopelo blanco y con mullidos divanes. Están a punto de cumplirse 160 años de aquel hito (fue el 16 de septiembre) y, aunque entonces todo lo que había era expectación en la Estación del Norte (entonces ‘de Navarra’) en el Arrabal, los más avezados ya intuían que ese día era crucial para que la ciudad se abriera al mundo. Los habituales dos días que tardaban zaragozanos tardaban en hacer el trayecto hasta la ciudad condal se redujeron a ocho horas con el nuevo tren. 

"La ciudad dejó de ser un poblachón del Ebro con la llegada del ferrocarril", defiende el investigador Santiago Parra de Más, autor de numerosos libros sobre la historia del ferrocarril en el Comunidad. Además, con el tren también se ganó en seguridad, pues cuentan que los viajes por los Monegros en diligencias sufrían el peligro del bandolerismo. Eran los tiempos en los que el jefe de estación comunicaba a los viajeros el lugar de llegada a la voz de “parada y fonda” y las maletas que se acumulaban en los andenes eran de cartón.

Cuentan que las diligencias en sus viajes por los Monegros sufrían la amenaza del bandolerismo

Por su parte, la línea de Madrid estaba ya prevista desde 1851 con un trazado que iba en paralelo a una carretera existente siguiendo el curso del río Jalón pero el ferrocarril no llegaría hasta 1863 a Alhama de Aragón y, después, a Zaragoza. En 1864 se inauguró la estación de Campo Sepulcro, también conocida como de Madrid (luego, El Portillo), y en el pasaje del primer viaje entre Madrid y Zaragoza figuraba el entonces ministro de Fomento Práxedes Mateo Sagasta, que en unos años sería presidente. El viaje tenía una duración oficial de doce horas, pero el periplo inaugural se alargó algo más porque el ministro decidió hacer dos pequeñas escalas, en Alhama y Calatayud, para visitar las localidades. 

Estos son los años en los que en Zaragoza se estaban estando también los primeros proyectos de ensanches de Joaquín Gironza y de José de Yarza y la industrialización asomaba ya tímidamente como se comprueba con la creación de las posteriores líneas de las Cuencas Mineras (Utrillas y Cariñena), que completarían una malla ferroviaria básica pero muy resolutiva.

Los primeros autobuses, en la estación de Madrid en los años 30.
Los primeros autobuses, en la estación de Madrid en los años 30.
Heraldo

“Este progreso se ve frenado por la Primera Guerra Mundial y la imposibilidad de importar material ferroviario y carbón barato. Esta crisis tendrá continuidad con la guerra de Marruecos y ya en los 30 a causa de los estragos en la red, tanto en las infraestructuras como en el material móvil intervenido con motivo de la guerra”, expone la profesora María del Carmen Heredia Campos. “Todo esto dificulta el desarrollo del ferrocarril, a lo que se añade la creciente competencia del automóvil, cuya primera matrícula en España data de 1900. Aquellos ‘locos cacharros’ de los años 20 corrían a gran velocidad y acercaban al viajero hasta su propia vivienda”, explica Heredia Campos. 

Cuenta la experta que tan imbatibles parecía que, en 1930, un ingeniero de Caminos, Sánchez Moreno, escribía en la revista de Obras Públicas que el ferrocarril parecía “llamado a desaparecer”. Además, aunque en 1935 el tren batió un récord de velocidad (140 kilómetros por hora con una máquina diésel), los coches no tenían tantas complicaciones en superar algunas pendientes de hasta el 12% en los trazados. 

Lo que pasó después de todos es conocido. El tren alternaría etapas de decadencia con otras de lucidez, que alcanzaron su cénit el 12 de octubre de 2003 cuando se completó el primer viaje comercial del AVE entre Madrid y Zaragoza a unos 200 kilómetros por hora. El tren aún tardaría cuatro años en superar los 300 porque su construcción fue de lo más accidentada y se hallaron simas y hundimientos de terreno en parajes insospechados.

Pero aún ha que mentar otras muchas formas de alcanzar la capital de España desde tierras aragonesas. De hecho, durante décadas hubo vuelos regulares desde el aeropuerto de Zaragoza, aunque el trayecto apenas durara media hora. Fue el 10 de octubre de 1950 cuando en Garrapinillos se estrenó la terminal de viajeros, trece años después de entrar en servicio la primera tura regular, que permitía conectar con Santiago. Hasta bien entrada la década de los 2000, la compañía Air Nostrum, franquiciada de Iberia para vuelos regionales, cubría rutas con Madrid, Frankfurt y París. El desembarco de las aerolíneas baratas y la férrea competencia del AVE -además de los problemas por no disponer de sistemas antiniebla- hicieron que en 2010 se cancelaran definitivamente estos vuelos. La ocupación entonces apenas alcanzaba el 38% de las plazas y era muy difícil hacer una oferta competitiva para mantener la conexión.

La disparatada crónica de los viajes en patín y sexticiclo en la revista 'Mundo Gráfico', en 1927.
La disparatada crónica de los viajes en patín y sexticiclo en la revista 'Mundo Gráfico', en 1927.
Heraldo

Pero aún hay un último medio de transporte que unió en el pasado Zaragoza con Madrid y que fue realmente una historia de los más alocada. No en vano, fue el dramaturgo Jardiel Poncela uno de sus impulsores, pues inventó en el verano de 1927 un aparato llamado ‘sexticiclo’ que adelantaban en mucho las actuales aspiraciones de movilidad compartida. El escritor, que más tarde haría fortuna en Hollywood, subrayó su veta humorística emulando la gesta de Lindbergh (primer piloto en cruzar el Atlántico sin escalas) pero con tres bicicletas unidas longitudinalmente. Con su grillo Godofredito, que sabía cantar la jota, cubrió los 314 kilómetros de periplo en once jornadas. Lo hizo, además, azuzado por el ‘Heraldo de Madrid’ y por este mismo diario, que había previsto un estrambótico viaje pero en sentido inverso con la Escuadrilla Patinesca del Ebro. La gesta de Jardiel fue descacharrante, pero las crónicas de HERALDO de 1927 no lo son menos. Narran que el alcalde Allué Salvador recibió a la expedición en olor de multitudes -banda del hospicio incluida- y que el genio teatral ofreció una ‘conferencia humorística’ en el Casino Mercantil, "que fue muy reída”.

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