en primera persona

Diario de un confinamiento: La mirilla y el ‘peep show’

Día 16. Mis vecinos en lugar de aspirador tienen una apisonadora nuclear. Cada día meten más ruido. Solo me consuela ver un documental sobre Puerto Hurraco.

La mirilla es nuestra amiga en tiempos de pandemia.
La mirilla es nuestra amiga en tiempos de pandemia.
Heraldo

Durante semanas pensé que estaban con las obras del Metro. O del monorraíl, porque los ruidos venían de arriba y retumbaban sobre mi cabeza. Ahora sé que es la vecina del quinto, que se pone a hacer gimnasia todos los días a las doce de la mañana. No vean ustedes con qué ansia… Creo que aún no sabe que los Juegos de Tokio se han pospuesto y, a juzgar por los saltos que hacen temblar los cimientos, la mujer se ve con posibilidades de destronar a Simone Biles.

Sé que es ella la que brinca porque la mirilla de la puerta es mi amiga. Su plan de entrenamiento incluye subir y bajar seis veces las escaleras del edificio y yo cojo un taburete, unas galletas para picar y me pego a la mirilla para ver este peculiar ‘peep show’.

Ahí está, sube que te sube, baja que te baja. Lleva una cinta en la cabeza, unos 'leggins’ y no acierto a ver si son deportivas o zapatillas de andar por casa. No lo descarto, ella es muy apañada. Me parece tierna. Aunque su propósito es el contrario –endurecer muslos y glúteos contra la flacidez– lo cierto es que me enternece. Tanto, que lleva un rato sin volver a subir y empiezo a preocuparme. Oye, en serio, ‘show interruptus’, igual le ha pasado algo...

Abro la puerta con cuidado. Asomo media oreja. Chirría la bisagra y cierro de golpe para no delatarme. Echo un poco de aceite y repito operación. Salgo. Repto. Bajo un piso de puntillas. Dos pisos. Tres pisos. Llego al garaje y ¿qué me encuentro? ¡Una suerte de gimnasio clandestino! Allí está mi vecina en mallas haciendo una serie de sentadillas y otra señora que no tengo el gusto, que no sé de dónde ha salido, pero que "ha bajado a pasear".

Como tres son multitud y la distancia de seguridad nos compromete, me vuelvo para arriba. Subo escalones de dos en dos creyéndome Usain Bolt y maldiciendo al Comité Olímpico porque este era mi año.

Vuelvo a la reclusión ya sin la amenaza de los brincos cuando, –oh, trágico destino–, la vecina del tercero se pone a pasar el aspirador. El aspirador o la pequeña apisonadora nuclear que ha puesto en marcha, porque aquello tiene una potencia de unos cien mil millones de vatios. Con lo simpáticas y silenciosas que son las rumbas de hoy en día y ella ha decidido echar mano de un transbordador espacial para limpiar el suelo. La nave MIR, esa que profetizó Paco Rabanne que caería sobre París, la tiene mi vecina en casa.

Dicen que estamos todos más irascibles por el cambio de hora, pero no es mi caso porque no me había acordado siquiera de adelantarla. Me preocupa estar desarrollando un oído capaz de atender ultrasonidos y mi hipocondría me lleva a comprobar si es un síntoma de coronavirus.

Búsqueda infructuosa. No me puedo concentrar por culpa de un tormentoso taladro, del discurrir de unas canicas, de unos ronquidos cual león de la Metro y del festival de mover sillas de todos y cada uno de mis queridos convecinos. Como no me quiero enfadar, me dispongo a ver un documental sobre Puerto Hurraco…

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión