Patricia Esteban Erlés, profesora y escritora de cuentos: "Me reía a carcajadas con los tebeos"

Su obra ha sido recogida en más de veinte volúmenes y traducida al inglés, francés, italiano y búlgaro.

Patricia Esteban, primera a la izquierda, con nueve años.
Patricia Esteban, primera a la izquierda, con nueve años.
P. E.

Profesora y escritora de cuentos, microrrelatos y novela. Ganó el IV Premio Dos Passos con su novela ‘Las madres negras’, publicada por Galaxia Gutenberg. Su obra ha sido recogida en más de veinte volúmenes y traducida al inglés, francés, italiano y búlgaro. Colabora en HERALDO.

¿Recuerda su infancia como una época feliz?A días. Hubo días deslumbrantes, llenos de revelaciones y asombro. Los ochos dorados en el agua azul de una piscina, el olor de los libros nuevos en mis cumpleaños que compraba mi hermana mayor, la bondad incandescente de mi madre, la primera vez que una niña me dijo que quería ser mi amiga, tenían la culpa de aquel brillo mágico. Otros eran muy grises.

¿Qué le hizo reír por primera vez?Aprendí pronto a leer y me reía a carcajadas con los tebeos. Me encantaban los héroes patosos, al estilo de Mortadelo o Rompetechos, que siempre caían de pie y eran irrompibles. Hoy creo que eran en sí mismos una defensa, un elogio, de la fragilidad. Me divertía mucho que nadie pudiera con ellos y aprendí que la ficción nos salva muchas veces de la vida real.

"Siempre he disfrutado de la vida como de un juego a solas, una partida contigo misma a la que de vez en cuando se suman otros"

¿Y llorar?Los perros abandonados en mi barrio. No podía soportar la tristeza de aquellos perros de caza que te seguían como implorando que no los abandonaras tú también. No me dejaban tener animales y recuerdo especialmente a una preciosa pastora alemana que jugó conmigo toda una tarde, paseamos y compartimos merienda. Me acompañó hasta el portal cuando llegó la hora de volver. Se quedó fuera, esperando, moviendo la cola sin entender adónde iba. Al día siguiente no estaba y siempre me he preguntado qué fue de ella.

¿Qué era en el patio del colegio?La invisible, una niña espectral a la que casi nadie hacía caso. Y la solitaria. Siempre he disfrutado de la vida como de un juego a solas, una partida contigo misma a la que de vez en cuando se suman otros. No me gustaba ser insignificante, pero sabía que si había un libro o algo con lo que soñar, estaba salvada. Me encantaba aprender palabras y usarlas a la menor ocasión. Y leer en voz alta, inventarme canciones, poemas, cuentos. Digamos que encontré un bálsamo que lo curaba todo en la palabra.

¿Se sentía rara, especial?Me sentía rara y torpe. Siempre me mataban pronto en el balón prisionero, ese simulacro de guerra disputada en el patio de recreo. Qué pelotazos tan asesinos sufrí. Me caía a menudo, era un desorden andante y tenía una caligrafía tan espantosa que las monjas me ponían de ejemplo de cómo no había que ser.

¿Recibió algún castigo que le dejara huella?Sí. Recuerdo que una profesora rompió un cuento en el que había invertido toda una tarde de domingo y del que estaba especialmente orgullosa. Pensé que aquella historieta era mi consagración como escritora oficial de quinto A. Pero qué va. Mi letra me condenó al ostracismo, de nuevo. Aquella señora arrancó las hojas del relato y lo hizo añicos en la papelera, con un gesto de justiciera satisfecha. Fue una bonita lección: la belleza, niños, no está en el interior.

¿Qué es lo que más le gustaba hacer cuando no estudiaba?Tumbarme en el sofá y leer libros que por algún motivo sabía que no debía leer. También me gustaba mucho ver películas de los programas de Chicho Ibáñez Serrador y comprar ‘El Caso’ con mi propina del domingo, porque me fascinaban los cuentos de horror (real) que publicaban.

¿Tenía algún complejo que le amargara?Me llamaban Esteban ‘Televisioooones’, porque en un anuncio de televisores de la época alargaban mucho la ‘o’. Las gafas marrones de pasta de los setenta eran en sí mismas una prueba de supervivencia. Forjaron caracteres realmente fuertes y resilientes.

"No había esperanza en aquel Torrero de los ochenta"

¿Cuál fue la calle de su infancia?La calle Lugo, en Zaragoza. Quedaba cerca del parque de Oviedo, frecuentado por yonquis y abuelas que tomaban la fresca y jugaban a las cartas sentadas en sus sillas plegables. También de la cárcel y el cementerio, que era para mí el lugar más misterioso y bonito del mundo. Pasé muchas tardes recorriendo la parte vieja, mirando las estatuas y tumbas. Había una lechería con vacas de verdad bajando la acera y una fábrica de lápidas enfrente de mi casa. Era un mundo a medio camino entre el realismo costumbrista y el gótico maño, ese Torrero en el que me crié.

¿Qué es lo que menos le gustaba de Zaragoza?La tristeza y la fealdad que emana de la pobreza. No había esperanza en aquel Torrero de los ochenta.

¿Cuál es el episodio que con más frecuencia vuelve a su memoria?El espectacular atropello que protagonicé. Se me llevó por delante un Simca 1.000 conducido temerariamente por un ‘hippie’. Ni yo lo vi a él ni él a mí. Volé por los aires, me golpeé la cabeza contra el bordillo y creí que me había muerto. Pensé eso: me he muerto. Pero me levanté de un salto, quizás resucitada, y me puse a buscar mi zapato marrón, pensando que así mi madre no se enteraría del percal. No sabía el chichonazo que llevaba en la frente.

¿Echa de menos haber hecho algo en su infancia?Haber tenido traje de baturra. Era mi sueño, un traje de baturra nuevecito y de mi talla, con su blusa, la limosnera adornada con azabache y una maravillosa falda de brocado con flores plateadas. Y mantón con floripondios, claro.

¿Cómo ganó su primer dinero?En un concurso de dibujo. Teníamos que plasmar qué era para nosotros, con diez años, la Constitución. Dibujé a los leones de las Cortes con una comba, mientras saltaban el mapa de España y el libro de la Constitución, cogidos de la mano. Todos sonreían y yo más aún, porque gané diez mil pesetas de la época y al día siguiente llevé caramelos al colegio.

¿Qué libros le deslumbraron?Me encantaban los libros de María Gripe, de quien, a día de hoy, sigo pensando que nunca tomó por tontos a los niños. Pero, sobre todo, ‘Las mil y una noches’, que me prestaron en la biblioteca de verano del parque y me brindó unos días de atracón, de disfrute voraz. Querría que hubieran sido dos mil dos noches.

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