COCINA. OCIO Y CULTURA
Emilio Lacambra: perfil de un cocinero, actor y político que fue un cónsul ideal de Aragón
El gran restaurador de Casa Emilio recibirá la Medalla al Mérito del Turismo por su defensa de la buena gastronomía y su promoción de Zaragoza
¿Cómo se define un restaurante popular como Casa Emilio? Habrá un día que alguien, al mirar hacia atrás, con ganas de conocer los grandes hechos y las historias minúsculas, querrá escribir o documentar cuánto ha sucedido entre sus paredes, desde sus orígenes, pero especialmente desde los años 60-70 cuando Emilio y su hermano Guillermo, más sigiloso, secundaron a su padre, aprendieron el oficio y convirtieron ese espacio en muchas cosas: una casa de comidas -el pisto, la merluza y el ternasco por estandarte-, el lugar donde se precocinaban muchas rebeldías y sueños políticos, el refugio de la creación y el arte, y ese lugar donde se conversa hasta bien vencida la noche mejor que en casa, entre soñadores, utópicos, diletantes, curritos, cineastas alucinados y otras gentes de mal vivir.
Y ahí, entre todos ellos, como el catalizador, como el hombre que todo lo entendía y que a todos escuchaba aunque fuese comunista convencido -era sobre todo ciudadano– siempre estaba Emilio: el amigo, el cómplice, el oyente, el restaurador, el activista del movimiento vecinal, el amigo de José-Carlos Mainer, José Antonio Labordeta y Eloy Fernández Clemente, el testigo de conjuras y derribos, el promotor de mil actividades de gastronomía e incluso editor de Ruperto de Nola.
Jorge Cortés, escritor y activo militante de izquierda, conversó con Emilio Lacambra largo y tendido y lo recogió todo en ‘El brumario de Emilio’ (Mira, 2009). Hablaron de su infancia y juventud, de su evolución, de sus compañeros de viaje, de su acentuada militancia y de ese pelotón de amistades que veían en él a un hombre en el que se puede confiar. Vitalista, exacerbado en ocasiones, amigo de muchos amigos y un gran contador de historias. Emilio Lacambra, con su núcleo de colaboradores -con Pascual a la cabeza, Josemari, Nicoletta y muchos muchos otros–, fue una referencia fundamental. Un hombre que ha hecho piña y ciudad, alguien que creó una atmósfera y un santuario laico para los de aquí y para los de afuera.
Si uno repasa toda la gente vinculada con Emilio Lacambra y su restaurante se quedaría asombrado. Por allí ha pasado una buena parte del arte aragonés y nacional, casi todas las figuras de la canción de autor -con Labordeta, Paco Ibáñez y Víctor Manuel a la cabeza-, un sinfín de intérpretes y compositores de música clásica, mil y un escritores (hubo un tiempo que en menos de un mes podía recibir a José Agustín Goytisolo, Antonio Gamoneda, Claudio Rodríguez y Paco Brines), profesores de ramas distintas, historiadores, etc. Cuando premiaron a Ana Belén en el Festival de Fuentes dijo que algunos de sus mejores recuerdos de Zaragoza estaban asociados desde los años 70 a Emilio y Casa Emilio, y a su mujer Pilar. Lo mismo diría Manuel Vázquez Montalbán, gastrónomo y escritor, y un buen puñado de seres que han encontrado allí un territorio de inquietudes, de placeres y de muchas complicidades. En casa Emilio, una noche sin risa era como una noche perdida.
Emilio Lacambra fue actor de joven y mantuvo la coherencia hasta sus últimos días. Forjó un modesto centro de arte contemporáneo de Aragón en las paredes de su local, con voluntad de totalidad, coleccionó objetos, detalles y cartas de muchos visitantes y ofreció lo mejor que tenía: su calidad humana, su generosidad, su alegría y su añoranza, disuelta en el humo de sus finísimos cigarrillos rubios. Y recogió mucho de todo ello en sus dos libros de ‘Casa Emilio’ (1989 y 2009). Sin proponérselo logró que Zaragoza fuese mejor, más acogedora, más plural, y que en su casa temblasen los vocablos encendidos de varias tertulias, a lo mejor antagonistas. Es fácil decirlo, pero no es menos inexacto: de no haber existido, tendríamos que haber inventado un Emilio Lacambra.
Emilio Lacambra recibirá con otros (como el Festival Folklórico de los Pirineos y Antonio Jiménez, de la Fundación Santa María de Albarracín) la Medalla al Mérito Turístico, aunque en su caso es con carácter póstumo. Quiso mucho, se supo querido y halló en la conversación una de las bellas artes de la convivencia.