gastronomía

Recetas que alimentan el alma con ingenio

En las épocas de escasez de alimentos, la creatividad en los fogones ha concebido un curioso recetario que pervive e incluso ha llegado a la alta cocina.

Caldero de migas.
Caldero de migas.
José Carlos Sampedro

"Quitan el hambre, y dan sed poca. Hacen dormir y digerir. Nunca enfadan y siempre agradan". Menudos piropos le ha regalado la sabiduría popular a las sopas de ajo, un plato que dicen que es "alimento para el alma".

Ajo, pan duro, aceite, pimentón, harinas… fueron algunos de los ingredientes que antaño se convirtieron en pilares de las despensas, ya que vestían con un sabor especial los platos humildes. "Soy hija de la posguerra y cocinábamos muchas cosas raras para subsistir", cuenta Conchita Polo Montalvo, una zaragozana de 82 años que se siente afortunada porque a los niños les daban los mejores víveres. Ahora hace algunas de estas recetas en vídeos de Tik Tok, en la cuenta de Maximilana. Sus sopas de ajo acumulan más de 513.000 visualizaciones en la red social.

Cuando los productos escaseaban, la paciencia y la creatividad pasaron a ser las jefas de cocina. "Se intentaba mantener cierta normalidad, la estructura culinaria, es decir, se renunciaba al sabor y al olor, pero se mantenía la apariencia", apunta David Conde, autor junto a Lorenzo Mariano de 'Las recetas del hambre', un libro que repasa los aspectos culinarios tras la Guerra Civil. El resultado eran platos que no eran lo que parecían, una especie de trampantojos. Un claro ejemplo es la tortilla de patatas sin huevo ni patatas, que se sustituían por peladuras de naranja escurridas o bellotas, que también se utilizaban como guarnición para alegrar otros platos.

En cuanto al huevo, el autor Juan Eslava ya recogió en uno de sus libros que para conseguir el sucedáneo se utilizaban unas gotas de aceite, cuatro cucharadas de harina, diez de agua, una de bicarbonato, pimienta molina, sal y colorante que le daba el tono amarillento. "Desde el punto de vista visual mantenía el aspecto", apoya Conde. Algo similar se replica en la actualidad cuando se desea una tortilla de patatas vegana.

Se hacían calamares rebozados sin calamares, que en realidad eran aros de cebolla. O los boquerones de secano, unas hojas de lenguazas –de unos dos dedos de anchura– enharinadas y fritas.

"Las farinetas se comían en invierno, un día sin otro y dos a la par"

Conde y Mariano han recopilado fórmulas en toda España, incluido de Aragón, de donde destacan las farinetas. Llamadas también gachas en otras zonas del país, perduran en la memoria de los aragoneses. "Las farinetas se comían en invierno, un día sin otro y dos a la par", recuerda María Pilar Montañés Serrano, una vecina del barrio de Movera de la capital aragonesa. "Y sabían a gloria", asegura. Tanto se comían entonces que, en el caso de Conchita, "las aborreció". No obstante, José Vicente Lasierra en 'La cocina aragonesa' distingue entre las "gachas de rico" y las "de pobre", que solo contenían agua, sal y harina de maíz.

Polo recuerda las habas con calzón, es decir, la vaina: "Se cocía todo y eso costaba mucho tragarlo, ni con el ajo y aceite que ponían para pasarlo". Otra de las recetas aragonesas son las migas de Teruel, que se hacían con pan de hacía dos o tres días, aceite –o manteca–, ajos y jamón. Entonces, cualquier recurso era bienvenido, como los pajaritos pequeños, que se hacían fritos, o el pan duro, aprovechado en infinidad de recetas, como los huevos tontos.

La historia se complicaba en aquellas familias con un hijo peleón a la hora comer. Un par de soluciones eran el pan con una chorrada de vino –muy propio de las meriendas– o las tortillas de mano. "Se remojaban los trozos de pan duro en leche y se le ponían azúcar y ralladura de limón. Esa mezcla quedaba como una papilla que se añadía a uno o dos huevos y el resultado era como una tortilla", rememora Conchita. En el capítulo de los dulces, también recuerdan las torrijas. Además, en casa de los Montañés se aprovechaba hasta la nata de cocer la leche: "Mi madre, Emilia, hacía torticas de nata".

"En un puchero de barro se hervía bastante cebada tostada y una cucharada de café para darle un poco de vida"

Unos lamines apropiados para acompañar el café, aunque el que se bebía en algunas casas tampoco era como el que se conoce hoy en día, sino que era de achicoria. "En un puchero de barro se hervía bastante cebada tostada y una cucharada de café para darle un poco de vida. Hacían una infusión y la colaban –explica Polo–. Desayuné muchos días de mi vida achicoria". Así es normal que más de uno lo tildara de "agua teñida".

De los hogares más humildes, algunos platos han brincado a la cocina de postín. "En Extremadura existe la patatera, que es un embutido elaborado con la grasa menos noble del cerdo y patata cocida; ahora se encuentra en restaurantes de estrellas Michelin", menciona Conde. Algo similar ha ocurrido con la algarroba, considerado en la actualidad como un producto gourmet.

Este tipo de recetas, más allá de esos años de necesidad, se han establecido en muchos hogares. Permanecen tanto en el plato como en memoria.

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