Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Ciencia que alimenta

El secreto de unos ‘mac and cheese’ de lo más ‘enjoyable’ y reconfortantes: la ciencia de la bechamel

Una bechamel cremosa como la de los macarrones con queso norteamericanos basa su éxito en su viscosidad, en cómo rompe los enlaces y consigue fluir.

Los icónicos macarrones norteamericanos, con su contundente salsa de queso.
Los icónicos macarrones norteamericanos, con su contundente salsa de queso.
Stuart Spivack / Flickr

Entre finales de noviembre y principios de febrero, los 'mac and cheese' –los icónicos macarrones con queso norteamericanos– viven su momento de mayor exaltación. Y es que esta clásica ‘confort food’ yanqui, es una preparación tan reconfortante como contundentemente idónea para las jornadas festivas comprendidas entre Acción de Gracias y Navidad, además de uno de los platos favoritos de los aficionados para la previa de la Superbowl, que se disputa el primer domingo de febrero. Y, aunque en mi humilde opinión los excesivos ‘mac and cheese’ no soportan la comparación gustativa con los entrañables macarrones con bechamel patrios, a efectos de divulgación científica no los desmerecen en absoluto

El mismo secreto

Ambas recetas comparten el mismo secreto del éxito: una salsa bechamel cremosa, con consistencia suficiente para impregnar los macarrones y no que estos floten sobre ella. Una consistencia que, desde un punto de vista químico, remite a la viscosidad, es decir, la resistencia que ofrece un líquido a desplazarse, a fluir. Y que está directamente relacionada con los enlaces entre las partículas que constituyen el fluido –cuantos más enlaces y más fuertes sean, más le costará fluir–, pero también con el volumen de las moléculas del líquido y con la presencia de partículas voluminosas en suspensión (y esto es algo fácil de comprobar si probamos a colar un zumo industrial y un zumo casero lleno de fragmentos de pulpa y semillas en suspensión que bloquean la malla del colador impidiendo que el líquido fluya con facilidad).

Precisamente esa es la consistencia que se busca para la salsa bechamel, elaborada a base de mantequilla, leche y uno de los agentes espesantes por excelencia de la cocina: la harina –o, para ser más precisos, el almidón contenido en el cereal triturado que la constituye; y su increíble capacidad higroscópica al calentarse en presencia de humedad–.

Salsa bechamel clásica

La preparación clásica de la salsa bechamel comienza derritiendo una nuez de mantequilla en el cazo y añadiendo sobre ella la harina para elaborar el ‘roux’: un ligero tostado de la harina que implica remover constantemente la mezcla para evitar la formación de grumos. Aunque los cocineros explican que se hace para que el sabor a crudo de la harina no impregne la bechamel, existe una razón físico-química bastante más importante: al mezclar la harina con la mantequilla se consigue disgregar los granos de la primera, y que al mismo tiempo queden cubiertos por una película grasa. 

Con ello se evita que, al añadir la leche, los voluminosos y pegajosos gránulos de almidón se adhieran entre sí y formen aglomerados que convertirían nuestra bechamel en una salsa grumosa y demasiado fluida, ya que, en lugar de presentar distribuidas homogéneamente las numerosas partículas en suspensión necesarias para aumentar su viscosidad, tendríamos grumos demasiado grandes flotando en el líquido.

Bechamel alternativa

Hasta aquí la elaboración tradicional. Porque en los últimos tiempos se ha popularizado, gracias a las redes, una forma alternativa bastante más sencilla, consistente en cocer la pasta directamente en la leche

Una alternativa aberrante para los chefs más puristas, pero muy lógica para los químicos: al fin y al cabo, ¿por qué recurrir a una fuente de almidón externa como la harina cuando la pasta ya es una magnifica fuente de almidón en sí misma? La pasta seca básicamente es una matriz proteica (de gluten) en cuyo interior están atrapados los gránulos de almidón. Al cocer la pasta, la matriz se expande y el almidón se desprende y se hidrata. Parte pasa al líquido (por eso en las recetas de pasta se recomienda reservar un poco de esta agua de cocción para ‘mantecar’ la salsa; esto es, para espesarla) y otra parte queda adherida al macarrón de turno formando una película pegajosa –por eso mismo se recomienda cocer la pasta en agua a ebullición fuerte, para favorecer que más almidón pase al líquido y para evitar que los ahora pegajosos macarrones se adhieran entre sí–. Al cocer la pasta en la leche lo que se consigue es precisamente aprovechar todo ese almidón que suelta la pasta. 

La única precaución es que hay que cocer a fuego bajo para evitar que la caseína de la leche forme cuajos y, en consecuencia, hay que cocer durante más tiempo la pasta y remover de forma constante para evitar que los macarrones se adhieran hasta obtener una pseudobechamel con la viscosidad deseada.

La importancia del ‘cheese’

Una vez preparada la bechamel, el siguiente paso consiste en enriquecerla con la adición de queso sin dejar de remover (en los macarrones con bechamel ni falta que hace porque la bechamel se enriquece con abundantes tropezones de chorizo y/o jamón serrano que le proporcionan un glorioso sabor español).

Para ello se recomienda emplear una mezcla de quesos: uno que sea fundente y otro con más sabor; y que además hayan sido rallados previamente. 

¿Qué significa eso de fundente? El queso es, desde un punto de vista bioquímico, una matriz constituida por moléculas de proteína caseína y átomos de calcio en cuyo interior están atrapadas las gotas de agua y de grasa. Una matriz que, al calentarse ligeramente, se comienza a aflojar y desmontar, permitiendo la salida de las gotitas atrapadas –por eso cuando hace mucho calor el queso ‘suda’–. 

Los quesos que funden mejor, los más fundentes, son aquellos que tienen una matriz poco rígida –menos proporción de caseína y más de grasa y humedad–. Y funden mejor porque es necesario debilitar menos enlaces. Pero a costa de un sabor menos intenso, debido a su menor contenido en caseína. 

El problema de los quesos más curados y potentes, con más caseína y menos humedad, es que para debilitar los suficiente la matriz es necesario proporcionar más calor durante más tiempo, lo que aumenta el riesgo de que se formen cuajos, es decir, que las muy abundantes proteínas de caseína, una vez rotos los enlaces y parcialmente desnaturalizadas –desplegadas–, se vuelvan a unir entre sí, esta vez ya sin humedad atrapada que les confiera volumen, para formar coágulos sólidos que flotan en el agua exudada, coronada con una película de grasa superficial. 

O, dicho de otro modo, en lugar de integrar el queso en la bechamel lo que habremos conseguido es desmontarlo y el resultado será una bechamel aguada con cuajos flotando y recubierta de una capa aceitosa. Por lo mismo, se apela al queso rallado, con menos enlaces que debilitar y mayor superficie expuesta al calor, lo que reduce la intensidad y el tiempo necesario.

De todos modos, a la hora de preparar la salsa de queso, contamos con un aliado no tan insospechado: los mismos gránulos de almidón que confieren viscosidad a la bechamel también dificultan que las moléculas de caseína se puedan volver a unir para formar cuajos.

Una vez lista la salsa, solo hace falta adicionar la pasta cocida y remover para que se integre y la salsa se adhiera a los macarrones –mejor si son estriados, ya que así los voluminosos glóbulos de almidón quedan atrapados en las acanaladuras–. Y se remata con un golpe de gratinado en el horno. ‘Dig in and enjoy’.

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