Antonio Duque: "El buen actor encuentra verdad en el papel que debe interpretar"

El zaragozano recorre en sus memorias, 'Ese actor que habita en mí', siete décadas de trayectoria teatral 

El actor zaragozano Antonio Duque cumplirá 88 años en junio.
El actor zaragozano Antonio Duque cumplirá 88 años en junio.
Enrique Cidoncha

El actor aragonés Antonio Duque publicaba hace unos meses su novela ‘A la deriva’, cuando aún estaban recientes sus memorias, ‘Ese actor que habita en mí’, en las que recorre 70 años de vida teatral. En sus páginas aparecen desde Orson Welles a Romy Schneider, pasando por los aragoneses Joaquín Alcón o Pedro Rebollo.  

Las suyas son unas memorias muy de profesión, con pocos cotilleos.Solo hablo de mi trayectoria profesional, pero ese es el sentido de la colección, que aspira a ser memoria del colectivo. Por eso hablo de mí y de mis encuentros con mis compañeros. Escribiéndolas me he reencontrado conmigo mismo. Nunca he sido engreído, no he sido un actor típico, y he descubierto ahora críticas de las que no me acordaba y que me ponían muy bien. Quizá me haya minusvalorado. Nunca me he dado importancia, he sido muy exigente conmigo mismo. 

¿Qué recuerda de la Zaragoza en la que nació en 1936? 
Me fui muy joven de Zaragoza, aunque todos los años vuelvo una o dos veces, para ver a mis hermanos, a mis sobrinos... Recuerdo los cines de sesión continua, el Oasis, que valía entrar 5 pesetas con derecho a consumición, el Plata, el Tubo, el paseo de la Independencia,  las tertulias del café Niké, en las que conocí a José Antonio Labordeta; los colegios de curas, en los que teníamos que cantar el ‘Cara al sol’ y vivíamos las restricciones de la dictadura, los festivales de gimnasia y las maripis... En el colegio me criticaban porque iba a las películas calificadas 'rosa' (para mayores de 21 años) o grana (rechazables).

Fue amigo de Joaquín Alcón, de José Antonio Labordeta. 
Conocí a Joaquín Alcón y me hice muy amigo de él porque era una persona marginada. Nos inclinábamos por la gente contestataria. A sus amigos nos hizo fotografías desnudos, en posición fetal, y las metía luego en jaulas ratoneras. Con ello quería representar la represión que sufríamos. A Labordeta lo conocí en las tertulias del Niké. Llegamos incluso a actuar juntos en una obra de teatro que dirigió Emilio Alfaro en el Teatro Principal. Y fuimos amigos hasta que murió.  En Madrid yo iba a menudo a comer a casa del zaragozano Antonio Artero, que estaba casado con una sobrina de Lorca. Labordeta, algunos días, también. Era una persona bonachona, muy socarrón. 

La mayor parte de su vida la ha pasado en Madrid y París, pero Zaragoza...
Es mi casa, mi sitio en el mundo. Mi madre siempre me llevaba al Pilar, y por eso cuando vuelvo visito la basílica, el Ebro y sus riberas, la calle de Alfonso I, me como unas gambas en Belanche... En Zaragoza siento una vibración especial, siento que le pertenezco a la ciudad. 

A Madrid se fue a estudiar interpretación y acabó participando en la creación del famoso Teatro Estudio. 
Vivía en la misma casa que Miguel Narros y Agustín Gómez-Arcos, en Paseo del Rey, y un día apareció en Madrid Betsy Buckley, una mujer increíble, fascinante, una millonaria que era accionista de Tiffany’s, que conocía a Jacqueline Kennedy y que vivía en un caserón con varias personas a su servicio. Por su casa pasaban todos los famosos de la época, desde Carmen Franco a Natalia Figueroa. Ella fue quien trajo a España al famoso William Layton y sus métodos de enseñanza. Fui alumno suyo pero también llegué a ser su ayudante. Casi todos los grandes del teatro español de las últimas décadas pasaron por allí: el primer año estábamos José Carlos Plaza, Julieta Serrano, Margarita Lozano, Manuel de Blas, María José Alfonso...

¿En qué consistía ese método?
El proponía una situación, elegía a un protagonista y a un antagonista y les obligaba a buscar dentro de sí mismos motivos reales y profundos para cada postura. Enseñaba que el teatro tiene que ser verdad, y que solo los buenos actores, en esos ejercicios de introspección, encuentran verdad en los papeles que deben interpretar. También enseñaba a improvisar.

En los años 60 se fue de España. 
Cuando naces en una dictadura, como es mi caso, te acostumbras a vivir en sus límites. Pero con los años, con el peso de la censura, se te va generando dentro un malestar creciente. Te empieza a doler tu propio país y solo hace falta una excusa para irte. En mi caso fue el ofrecimiento de un papel importante en la película ‘Más allá de las montañas', con Irene Papas y Maximilian Schell. Luego resultó que, como yo no sabía inglés, no me dieron ese papel sino uno más pequeño, de consolación. Pero me fui a Londres. Salí de España sin un duro y engañando en la frontera. Me dejaron pasar para una semana y acabé viviendo allí dos años y medio. Ni a mí, ni al dramaturgo Agustín Gómez-Arcos, que también se fue a la capital británica, nos surgieron oportunidades, más allá de una lectura de escenas en la casa de Diane Cilento, la mujer de Sean Connery, a la que acudió Vanessa Redgrave. Yo trabajaba de lavaplatos y hubo un momento en que me di cuenta de que en realidad ya no era ‘Antonio Duque, actor’, sino ‘Antonio Duque, lavaplatos’. Y eso, aunque es muy bueno para el orgullo, porque te humaniza, porque  entiendes mejor a los demás y te hace más abierto y empático, no era lo que yo quería. Y decidí irme. 

Antonio Duque, en el salón de su casa. Sobre su cabeza, un cuadro del pintor aragonés Ángel Aransay.
Antonio Duque, en el salón de su casa. Sobre su cabeza, un cuadro del pintor aragonés Ángel Aransay.
Enrique Cidoncha

Un pasaje muy sorprendente de sus memorias es el que hace referencia a su estancia en Italia. Al final, se quedó sin dinero y regresó a España en auto-stop.Me fui al Festival de Spoleto, en 1962, a hacer un máster con Lee Strasberg, el creador del Actor's Studio de Nueva York, que había elegido a un selecto número de actores de todo el mundo. Cuando acabó el máster quise quedarme unos días a conocer mejor el país. Y, como no tenía dinero, me enrolé en la compañía de ballet de Antonio Gades, que había participado en el festival e iniciaba gira. No hacía propiamente de bailarín, sino de figurante. La compañía se disolvió en Roma y yo me quedé. Un mes más tarde descubrí que no tenía ya dinero y, en lugar de llamar a España, quise probar que podría salir del apuro por mis propios medios. Y acabé haciendo autostop y recorriendo la costa italiana y francesa hasta llegar a España.

Luego se fue a París, y llegó allí en pleno mayo del 68.
Fue llegar y empezar a correr delante de la policía: aún guardo en casa una granada lacrimógena vacía de las que lanzaban los antidisturbios. Julio Antonio Gómez me buscó una habitación en el barrio más radical de París, detrás de Montagne Sainte-Geneviève, donde ni siquiera la policía se atrevía a entrar. Y me vi muy metido en el 68: corríamos por los bulevares y la gente te abría los portales para que te refugiaras de la policía. Fueron unos días maravillosos, todo el mundo hablaba, se comunicaba... Aquello era fascinante, aunque nadie se daba cuenta de que se vivía un momento histórico. 

"En una sala llena, los actores percibimos enseguida si el público si el público está sensible y abierto a todo o si, por el contrario, está 'pintado"

En ese tiempo, también, dirigió. Sobre todo Lorca.Hice 'Lorca, 70', donde mezclé 'El amargo', 'La Tarara', 'Anda jaleo', 'El café de Chinitas', 'Así que pasen cinco años'... Junté a un bailarín español, Salvador Vargas, un guitarrista y un cantador, añadí unos actores y le di al conjunto un ritmo trepidante. Dirigí también otras obras, como 'Los amores de don Perlimpín y Belisa en su jardín', de Lorca, o 'Ligazón', de Valle-Inclán. En París, también, mi amigo Agustín Gómez-Arcos tuvo éxito como escritor, se convirtió en un escritor francés.

Usted tuvo un papel en ‘Ese oscuro objeto de deseo’. ¿Qué recuerdo tiene de Buñuel?
Era un papel pequeño, de revisor de tren. Yo era joven y me presenté a él: "Soy de Zaragoza, soy maño", le dije, y él se sorprendió mucho. Era aún más socarrón que Labordeta y estuvimos hablando un rato de mi papel. 

Teniéndolo todo, o casi todo, en Francia, regresó a España en el 84.
Volví porque todo se había parado un poco, y porque viviendo en Francia no acabas de ser ni español ni francés. Tenía 48 años y pensé: o vuelvo ahora y reinicio mi vida, o ya luego será demasiado tarde. Son decisiones que tomas, y a veces lo haces de la noche a la mañana.

En su segunda etapa en Madrid tuvo la oportunidad de participar con el papel del Criado en una obra emblemática, ‘El público’, de Lorca, que montó Lluís Pascual para el Centro Dramático Nacional en 1986. Un acontecimiento en la historia del teatro español. 
La estrenamos en el Teatro Fossati de Milán, el Piccolo. Poca gente sabe que, en un papel pequeño, estaba un joven José Coronado. Era un montaje maravilloso y me permitió ver en vivo los problemas del creador. Era una obra con una puesta en escena rompedora: había que levantar el patio de butacas y cubrirlo de arena, así que, pese a su éxito, luego muy pocos teatros la quisieron: Valencia, Sevilla y el Odeón de París. Pero cuando nos fuimos a Milán, donde ensayamos la obra durante un mes antes de su estreno, Lluís Pascual estaba perdido en su mundo interior: era tal el reto en el que se metía que estaba lleno de dudas. Pero poco a poco se fue encontrando consigo mismo y vomitaba toda la creatividad que llevaba dentro. Enseguida en los ensayos supimos que estábamos haciendo algo muy importante. Nunca me ha sido indiferente la gente con la que trabajo. Siempre los he observado para aprender.

En sus memorias revela un secreto teatral. Que existe un público ‘estupendo’ y un público ‘pintado’.
Ante una sala llena, los actores percibimos enseguida, en los primeros compases, si el público está sensible y abierto a todo, si va a haber intercambio emocional o si, por el contrario, no reacciona y está ‘pintado’. La misma obra, con el mismo reparto y en el mismo teatro, puede tener públicos diferentes un día u otro. Es un misterio sorprendente, pero si habla con cualquier actor teatral le confirmará que es así.

Y aparece también una anécdota curiosa. En 'Lulú (La caja de Pandora)' de Frank Wedekind, interpretaba cuatro papeles.Eso fue muy divertido. Era una obra que protagonizaba Victoria Vera y tenía que hacer mi papel y el de otro actor, que abandonó la gira. Y  cada uno de esos papeles me exigía un tipo de peinado, de maquillaje y de vestuario. Me divertí un montón.

Aún trabaja, pero lo que más hace ahora es escribir. 
Mantengo la capacidad de asombro y me siento muy bien conmigo mismo. Vivo la vida, y la he vivido hasta ahora con dinero y sin dinero, pasando dificultades, pero casi siempre he sido feliz. Quizá porque nunca me he creado necesidades y he sabido adaptarme y asumir mis circunstancias. Nunca me he sentido desgraciado, incluso cuando me detectaron un cáncer de colon. Ahora estoy escribiendo una obra de teatro, tengo una novela a la mitad... Ya no me llaman, y si lo hicieran tendría que ver si físicamente puedo o no hacer el papel. Pero me siento muy bien escribiendo. Todas las mañanas me siento al ordenador. Y tengo vida social. Mañana quiero ir a ver la película ‘La estrella azul’, de Javier Macipe. 

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