Mauricio Aznar, el niño que no quería ser mayor porque “todo es más de verdad en la infancia”

Una entrevista publicada en Heraldo en 1991 descubre el temprano encuentro de Mauricio Aznar, un niño travieso y sensible, con el amor y la música.

El músico zaragozano Mauricio Aznar, cuando era niño
El músico zaragozano Mauricio Aznar, cuando era niño

La película ‘La estrella azul’, de Javier Macipe, que llega ahora a los cines, ha despertado en muchos de nosotros el recuerdo de un músico inolvidable que se fue demasiado pronto hace demasiados años (en el 2000, con 36 años). Al hilo del estreno del filme, ha habido oportunidad de preguntarse y recontar quién fue Mauricio Aznar.

Recién estrenados los noventa, allá por el año 1991, tuve la ocasión de entrevistarle para una preciosa sección de Heraldo Escolar llamada 'Vuelta atrás' -sí, precisamente, y por casualidad, igual que uno de los temas de Más Birras-, dedicada a conocer la infancia de gente famosa. Algo más de 32 años después, asomarnos a aquella página de Heraldo nos permite encontrarnos con aquel niño que volaba por el recreo con la bata como capa, aquel chaval travieso que no quería ser mayor pero capitaneaba pandillas de chicos con más años que él. También con aquel rockero romántico que, en el bar Chaplin donde nos encontramos para la entrevista, en la zona de la sala En Bruto, prefirió seguir guardando en secreto el nombre de su primer amor, algo que me causó una infinita ternura.

"Yo tenía razón cuando era pequeño, al enamorarme o al rebelarme. Nadie te hace caso, pero la verdad está entonces”

Volviendo la vista atrás, como pedía aquella sección, al entonces cantante de Más Birras le alegraba comprobar que sus objetivos eran los mismos que de crío. “Las cosas son más de verdad en la infancia -aseguraba, convencido-. Yo tenía razón cuando era pequeño, al enamorarme o al rebelarme. Nadie te hace caso, pero la verdad está entonces”.

Verdades y travesuras

Para Mauricio Aznar, nacido en Zaragoza, cosecha del 64, la infancia fue un tiempo de verdades y travesuras. El colegio, el lugar ideal para ponerlas en práctica y los mayores, el blanco perfecto. Fue un auténtico rey jugando a la máquina del millón y el cerebro de muchas trastadas. Los discos de su hermano mayor le metieron en el cuerpo el gusanillo del ritmo y desde muy pronto la música ocupó un lugar preferente en su vida.

Mauricio recordaba que de niño se sentía gordo, aunque aquel complejo no le impidió ser el cabecilla de pandillas de chicos mayores que él. 

Sobre todo, se veía como alguien “muy sensible”. A través del amor y la música, “tuve acceso a un mundo que mis amigos ni siquiera intuían. Tenía prisa por descubrirlo todo cuanto antes”. Se describía como un crío muy despistado “porque vivía en otro mundo”, que fumaba “como un carretero desde los 11 años” y fue el rey de la máquina del millón “hasta que las subieron a duro y comprendí que era excesivo”.

“La felicidad estaba donde hubiera una guitarra. La música le daba color a las horas, las vestía de sensaciones”

A partir de los 13 años, la música se convirtió en protagonista: “La felicidad estaba donde hubiera una guitarra. La música le daba color a las horas, las vestía de sensaciones”. Guardaba perfectamente en la memoria “el primer disco que fue mío, el Submarino Amarillo, me lo regalaron por Navidad”.

Correrías escolares

Los escenarios de la infancia de Mauricio fueron Zaragoza durante el curso y el inevitable Salou en los veranos. Sus años escolares se repartieron entre las Hermanas de la Caridad, desde párvulos hasta tercero de EGB; el colegio Alemán, hasta séptimo; y la Sagrada Familia, hasta COU. Fue con las monjas de la Caridad con quien mejor se lo pasó. Recordaba a su primera profesora, sor Guillerma, a quien aún veía entonces en la portería cuando pasaba por el colegio. En su clase, él fue el primero en alcanzar 'el libro rojo', al que se llegaba “cuando te quitaban de la cartilla de hacer palotes y redondeles”.

Comía en el colegio, donde acabó un poco harto: “Las monjas nos daban siempre lentejas, judías y garbanzos, que limpiábamos nosotros mismos” y tanta manía les cogió a las legumbres que no volvió a probarlas hasta ser adulto.

No hacía falta llevarle de las orejas al colegio, “me lo pasaba estupendamente en aquel lugar lleno de críos y gente mayor con la que meterse”. Reconocía lo malo que había sido en el colegio Alemán, aunque tampoco destacaba “porque éramos todos así, terriblemente malos, con alevosía, nocturnidad y todo lo que hiciera falta”. Cuando había redada general por algún desastre, él era casi siempre de los primeros en caer, pero “los profesores me tenían cariño, debía de parecer mejor de lo que era”.

Compinchados contra los profesores, se les ocurrían mil formas de dar la nota. En las clases de religión, “la mayor diversión era hacer carreras con la silla y el pupitre”.

A la hora de hacer trastadas, que hubo muchas, y sonadas. Mauricio era “el cerebro en la sombra”. En la Sagrada Familia, formó pareja de correrías con un chaval al que llamaban 'El Virus', a quien él recordaba como “un chico muy malo, pero tan gracioso que nunca le castigaban”.

"Sobre todo tenía mucha prisa por enterarme de todo lo que no me iban a enseñar en el colegio”

No le disgustaba estudiar y sus asignaturas preferidas eran las de letras, como Literatura o Latín, pero muchas cosas cambiaron a partir de los 13 años, cuando la música se convirtió en su principal ocupación y “además -añadía-, te empiezas a preocupar por las chicas, por cómo se fuma y esas cosas..., sobre todo tenía mucha prisa por enterarme de todo lo que no me iban a enseñar en el colegio”.

Mientras fue pequeño, sus padres no le dejaron hacer los deberes, “consideraban que eran suficientes las clases”. Mauricio confesaba no haber estudiado nunca, “luego, al hacer las chuletas, me lo aprendía”. Una de sus tácticas era escribir de lado a lado de su mesa una palabra a lápiz. Cada letra era la inicial de un tema, el pie que le hacía acordarse del resto. De todas formas, sacó provecho a las clases, porque consideraba que lo que que le habían enseñado las monjas “fue un bagaje que me duró hasta COU. En los cursos superiores, yo era el único que se sabía las capitales de Europa o los ríos de América”.

La única vez en su vida que hizo pirola les pillaron, “pero fue maravilloso. Hay que vivir una vez en la vida la experiencia de estar en la calle solo, mientras todos están en clase. Sabes que en cualquier momento te pueden descubrir, pero te sientes libre”.

Aprovechaba el tiempo al máximo en los recreos, donde la bata podía ser perfectamente una capa. Jugaban mucho a la película del día anterior, pero su preferido era churro va. Al grito de '¡a la rica enculadora, ni se gana ni se pierde!', se jugaban los cromos.

El amor le interesó desde muy pronto. En la Caridad, los chicos estaban separados de las chicas y descubrió lo rápido que se enamoraba. “Mirando una procesión de niñas que llevaban flores a la Virgen de mayo, me enamoré de una porque era la primera vez que veía a una niña con el pelo largo, recogido en una coleta, y vestida de calle. A los 11 años ya tenía novia formal, “era un amor activo, a escondidas de todos, incluso nos pensábamos casar”.

'Tío Boris'

Los amigos del colegio le llamaban 'Tío Boris', y aún en los años noventa había quien le seguía llamando así, contaba. En casa, acortaban su nombre a Mauri. Él fue el tercero después de una chica y un chico, y antes del más pequeño de los hermanos. Su madre se preocupó de enseñarles la cultura de su país, Alemania, “cantábamos mucho con ella y siempre ha representado la unión de la familia". Vivió su infancia "muy distante de mi padre, luego, con el tiempo, empiezas a reconocer el hilo que nos une”.

Su hermano mayor era el cerebro para los juegos. “Por la noche, en la cama, jugábamos al pozo de los deseos, de donde sacábamos personajes con los que divertirnos. Nos tenía totalmente esclavizados, hacíamos lo que él quería, hasta nos íbamos a ir a la legión”, contaba.

Fueron los hermanos mayores quienes llegaron con los discos prohibidos de los Beatles, que para él eran más importantes que Napoleón o Julio César. Aprendió a tocar, de oído, la guitarra que su hermano no le dejaba coger y que ya nunca soltaría.

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