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  • Irene Vallejo*

Irene Vallejo, en la recepción de la Medalla del Justicia: "Confío en que las palabras nos pueden traer un renacimiento"

Irene Vallejo, el pasado miércoles en la iglesia de Santa Isabel de Portugal, antes de recibir la Medalla del Justiciazgo.
Irene Vallejo, el pasado miércoles en la iglesia de Santa Isabel de Portugal, antes de recibir la Medalla del Justiciazgo, a su izquierda el lugarteniente y Justicia en funciones Javier Hernández.
Álvaro Sánchez.

Mis primeras palabras solo pueden ser frases de agradecimiento: al Lugarteniente del Justicia Javier Hernández, al equipo del Justiciazgo, a las autoridades presentes, al público, al coro y a los músicos que trenzan armonías.

Reconozco mi incredulidad. ¿Qué hago yo aquí? En una familia de gentes de derecho, soy la oveja negra que estudió letras. Cuando era niña escuchaba en las sobremesas palabras estrafalarias y altisonantes, términos misteriosos como Aranzadis, usucapión, litispendencia, devengar o dolo. No seguí la ruta hereditaria, tomé decisiones más temerarias: estudiar griego y latín, hacerme escritora precaria. Espero que subir aquí esta tarde me rehabilite ante mis sensatos y prudentes parientes juristas.

Aunque, en el fondo, creo que no son caminos tan distintos. Mi padre era letrado, yo de letras. Toga y filóloga riman. Él se dedicó a las leyes y yo a las leyendas, que están hechas del mismo material del que se forjan los sueños: las palabras. La especialidad de mi tío, sobre la que tanto ha investigado, son los hallazgos y tesoros. En la infancia yo sospechaba que se dedicaba a escribir novelas de piratas.

Aristóteles decía que la literatura se ocupa de lo que podría suceder, a diferencia de la historia, que cuenta lo que de hecho sucedió. El derecho, igual que la literatura, imagina el mundo como podría ser. Y, en definitiva, no es casualidad que los textos más antiguos conservados sean leyes y leyendas. Porque con estos sillares construimos sociedades. Unas y otras nos hacen falta para vivir juntos: legislaciones y narraciones.

"Mi padre era letrado, yo de letras. Toga y filóloga riman. Él se dedicó a las leyes y yo a las leyendas, que están hechas del mismo material del que se forjan los sueños: las palabras"

No me resisto a conversar con mis clásicos, con Platón. En uno de sus famosos diálogos escuchamos al filósofo Protágoras, portavoz intelectual de la joven democracia de Atenas. Los ciudadanos que protagonizaron ese primer experimento democrático se tomaban la política con mucha pasión, como nosotros. Debatían, discutían, se dividían. Protágoras, con toda lógica, se preguntaba cómo conseguimos convivir en sociedad, a pesar de los conflictos y los exabruptos. Cómo logramos organizarnos en la algarabía de los intereses opuestos. Para explicarlo, narra un mito. Cuando se cuenta una historia, las ideas respiran, tienen carne, músculo y rostro.

En el origen del mundo, los dioses crearon a todas las criaturas vivas con tierra y fuego. Luego encargaron a dos titanes hermanos, llamados Prometeo y Epimeteo, distribuir entre ellas las distintas capacidades, los dones que permitirían sobrevivir a cada especie en la guerra de todos contra todos. Y, ay, el atolondrado Epimeteo se empeñó en ocuparse a solas del reparto. Como todos los grandes incompetentes, estaba muy seguro de sí mismo. Empezó por los animales, intentando que todos tuvieran recursos de supervivencia: a unos dio garras y dientes afilados; a los más débiles, velocidad para huir o un hábil camuflaje. Pero sin darse cuenta gastó las capacidades en los animales y olvidó a la especie humana.

Irene Vallejo conversó el pasado lunes en el Paraninfo con la escritora Sara Mesa y el cinéfilo y escritor Luis Alegre.
Irene Vallejo conversó el pasado lunes en el Paraninfo con la escritora Sara Mesa y el cinéfilo y escritor Luis Alegre.
Toni Galán.

Ahí quedamos, inermes, sin ninguna habilidad para la lucha por la supervivencia. Patilargos, débiles, cabezones, sin visión nocturna… una calamidad. Así fue como Prometeo vio a los seres humanos por primera vez: desnudos, descalzos y sin defensa, porque ya no quedaban alas ni garras ni mandíbulas poderosas para ellos. Dábamos pena.

Para resolver el desastre –nosotros diríamos el chandrío– de Epimeteo, subió al cielo a robar el fuego del rayo. De esa manera los humanos podrían encender hogueras, calentarse, ahuyentar la oscuridad y a los animales salvajes y cambiar la faz del mundo. Alrededor de las hogueras conversaban y narraban a los jóvenes el pasado de la tribu, los secretos de la caza, las leyes que debían cumplir y, por supuesto, sus relatos ancestrales. Con el poder sobre el fuego empezó el descubrimiento de las tecnologías. Pero vivían aislados, dispersos, acechados por las fieras y presa del miedo. Apiadándose de nosotros, el dios Zeus nos regaló la justicia y el sentido político.

De esa manera, aunque seamos frágiles por separado, podemos formar comunidades y volvernos fuertes al colaborar. Ahí está, esa es la respuesta. Somos capaces de vivir juntos porque en el fondo, a veces muy al fondo, sabemos lo que es justo. No tenemos zarpas, pezuñas, aguijones o caparazones, pero somos capaces de crear sociedades. Solos valemos poco, nuestra verdadera ventaja competitiva como especie es el talento para colaborar. Aunque a veces nos empeñemos en reñir, nos sabemos unir. Para eso es tan esencial la justicia. Y el Justicia. Porque las sociedades se fortalecen cuando deciden no dejar a nadie en la cuneta. Cuando nos esforzamos para que ninguna persona sea atropellada por los poderosos. De nuestra debilidad nace nuestra mayor fuerza.

Un compatriota nuestro, el hispano Séneca, fue asmático desde la infancia en su Córdoba natal. Vivió marcado por una salud débil: nunca esperó alcanzar una edad longeva. En una carta escribió: “Todas las incomodidades del cuerpo, todas sus angustias y borrascas han pasado por mí”. Cuenta el historiador Dión Casio que, cuando Séneca rondaba los cuarenta, el emperador Calígula firmó una sentencia de muerte contra el filósofo, pero sus consejeros lo convencieron para anularla argumentando que, entre el asma y la tuberculosis, no tardaría en fallecer él solo. Al final, sería el filósofo quien sobreviviría a Calígula. Murió con casi setenta años, cuando Nerón lo obligó a suicidarse. La experiencia de la fragilidad y el dolor modeló las ideas del filósofo hispano. En sus famosas Epístolas a Lucilio describió la convivencia como una arquitectura del cuidado: “Las manos han de estar dispuestas a ayudar. La sociedad se parece a una bóveda, que se desplomaría si unas piedras no sujetaran a otras, y solo se sostiene por el apoyo mutuo”.

Los ingenieros romanos que inventaron la bóveda comprendieron que ese equilibrio, en aparente desafío a las leyes de la gravedad, era posible gracias a un juego de apoyos en el que cada piedra sostiene y es sostenida. Solo la solidaridad nos hace sólidos. Esa es la enseñanza de la bóveda.

La escritora con el fotorreportero Gervasio Sánchez, colaborador asiduo de 'Heraldo'.
La escritora con el fotorreportero Gervasio Sánchez, colaborador asiduo de 'Heraldo'.
Toni Galán.

En el libro VI de la 'Eneida', Virgilio explicó poéticamente de qué se sentían más orgullosos los romanos. En eso, nosotros somos sus herederos. Dice Virgilio que otros pueblos han sido mejores artistas, como los griegos. O más hábiles astrónomos, como los babilonios o caldeos. La genialidad de los romanos fue otra: el arte de la convivencia, el diseño de una organización colectiva. Dice Virgilio: A la paz fijarle sus leyes, del sometido dolerte, y descastillar al soberbio. Del sometido dolerse. Por supuesto, este es un ideal. Como todos los ideales, se trata de una aspiración a la vez genuina y muchas veces traicionada. Roma fue un imperio conquistador, una civilización que se benefició de la esclavitud y cometió innumerables actos de barbarie. Pero dedicó un verdadero esfuerzo a pensar las mejores leyes, a fortalecer la bóveda. Y hubo voces humanitarias que intentaron derrotar la arrogancia y ayudar al sometido. Nos podemos reconocer en esas voces, sin necesidad de idealizar el pasado.

Desde Roma y Córdoba, acerquémonos ahora a Aragón. Quiero recordar los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza antes de ir a gobernar la Ínsula Barataria, en la segunda parte del Quijote, muy cerca de aquí, en Alcalá de Ebro. Recordemos que Sancho Panza, sin saberse víctima de una broma de los duques, recibe emocionado el encargo de gobernar la fabulosa Ínsula del Ebro. El caballero andante pretende orientarlo por el difícil camino de la vida y de la administración pública. Eso sí, primero lo llama bobo sin contemplaciones, para que no se vuelva arrogante.

"Celebro que exista la voluntad de construir y reconstruir. Y que ustedes, con su trabajo desde el Justiciazgo, deseen señalarla y afianzarla en un mundo que parece empeñado en premiar el estrépito, el ataque y el enfrentamiento"

‘Otros cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan, porfían, y no alcanzan lo que pretenden; y llega otro, y sin saber cómo ni cómo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron; y aquí entra y encaja bien el decir que hay buena y mala fortuna en las pretensiones. Tú, que para mí, sin duda alguna, eres un porro (un bobo), sin madrugar ni trasnochar, y sin hacer diligencia alguna, con sólo el aliento que te ha tocado de la andante caballería, sin más ni más te vees gobernador de una ínsula como quien no dice nada.

Acto seguido le ofrece consejos concretos, basados en la obra del orador griego Isócrates y en la tradición humanista europea. Entre otras recomendaciones, le dice: "Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como por entre los sollozos del pobre. Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlos en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena".

‘Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible y vivirás en paz y beneplácito de las gentes’.

"En su estela, aprendiendo de ella, solo quisiera ser un eslabón más, desde Aragón, en una larga tradición de mujeres, no de armas tomar, sino de palabras tomar. Como mis abuelas, como mi madre, como mi tía, como mis profesoras y referentes intelectuales a lo largo de estos años"

Al comparar este decálogo de consejos con las ideas de Maquiavelo sobre el poder, diríamos que la barataria Alcalá de Ebro puntúa más alto en justicia. Ahí queda una hermosa utopía que Cervantes nos legó a los aragoneses isleños.

Como decía al principio, yo dediqué mis días luengos a las humanidades, esa decisión laboral insensata, que no da ínfulas ni ínsulas. Qué se le va a hacer, amo los oficios del verbo. Algunas personas entusiastas seguimos creyendo en la palabra y la escritura: enarbolamos el folio frente a la furia. Confío en que las palabras nos pueden traer un renacimiento.

Daniel Mordzinski ha convertido a Irene Vallejo en una de sus musas más continuas; se han encontrado en diversos lugares del mundo.
Daniel Mordzinski ha convertido a Irene Vallejo en una de sus musas más continuas; se han encontrado en diversos lugares del mundo.
Daniel Mordzinski.

Esas palabras que son flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, como decía Julio Cortázar, nuestro entrañable cronopio jugador de rayuela. Sin la palabra no habría historia y tampoco habría amor. Hablar nos une como parejas, como sociedades, como pueblos. Hablamos porque somos, pero somos porque hablamos. Hay palabras que, a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad.

"Como decía al principio, yo dediqué mis días luengos a las humanidades, esa decisión laboral insensata, que no da ínfulas ni ínsulas. Qué se le va a hacer, amo los oficios del verbo. Algunas personas entusiastas seguimos creyendo en la palabra y la escritura"

‘Es tiempo de decirlo: las hermosas palabras no se enferman y se fatigan por sí mismas, sino por el mal uso que les dan otros y que en muchas circunstancias les damos nosotros, cuando las usamos como monedas gastadas, como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados. Así las perdemos’.

‘Mi pasión es devolverles su sentido y su latido. Hay palabras-clave, palabrascumbre que condensan nuestras ideas, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, y que deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia’.

En una carta a Balzac, cuenta Stendhal que, antes de sentarse a escribir ‘La cartuja de Parma’, leía dos o tres hojas del Código Civil para fijar el estilo. Miguel Delibes reconoció que su vocación literaria despertó gracias al tratado de Derecho Mercantil del profesor Garrigues. Según sus propias palabras, allí aprendió claridad, sencillez y concisión, el uso de frases justas y adjetivos adecuados. Las palabras de la justicia cumplen un antiguo sueño que todo escritor anhela en sus sueños más locos desde tiempos inmemoriales. Sus textos, sus sentencias, se hacen reales, transforman el mundo.

Cada día, este oficio intenta desenmarañar los nudos gordianos de nuestras vidas. En esa labor culta y oculta, elocuente y exigente, en el ideal quijotesco de mostrar rigor firme con los poderosos y comprensivo con los más frágiles, habita una esperanza colectiva que debemos cuidar y proteger. Celebro que exista la voluntad de construir y reconstruir. Y que ustedes, con su trabajo desde el Justiciazgo, deseen señalarla y afianzarla en un mundo que parece empeñado en premiar el estrépito, el ataque y el enfrentamiento.

Gracias por decidir premiar la cultura y la filología, que es el arte de cultivar y cuidar el lenguaje. La conversación. El sentido. Las palabras que iluminan las cosas. La madrina de ese amor por las palabras nació en Aragón, la terca María, María Moliner, jardinera de palabras, que creó a solas un diccionario. Escribió su obra interminable en las horas libres de su empleo de bibliotecaria. Al principio, calculó que la tarea le llevaría unos seis meses, pero pasó quince años ensartando significados como perlas en el hilo de su diccionario. Poco a poco las fichas, los conceptos, las acepciones invadieron la casa. En su hogar, Moliner carecía de despacho propio. Las mujeres que emprendían una tarea intelectual se instalaban en los huecos, inventaban su espacio. Ella se afanaba en un rincón del comedor o en la mesa de la cocina. Quizá alguna vez confundió palabras con patatas, y preparó tortilla de adjetivos, puré de concesivas o esdrújulas fritas. Uno de sus hijos, a quien le preguntaron cuántos hermanos tenía, contestó: «Dos varones, una chica y el diccionario».

En su estela, aprendiendo de ella, solo quisiera ser un eslabón más, desde Aragón, en una larga tradición de mujeres, no de armas tomar, sino de palabras tomar. Como mis abuelas, como mi madre, como mi tía, como mis profesoras y referentes intelectuales a lo largo de estos años. A todas ellas, y a muchas más, maestras de la paz y la palabra, capaces de planchar todos los caos, que han zurcido y bordado mil veces nuestro mundo con sus retales y relatos, les dedico esta medalla. Porque todavía debemos hacerles justicia. Gracias.

Irene Vallejo ha vuelto a vivir un 2023 extraordinario e intenso: galardones, viajes, traducciones, reediciones. Y todo lo ha hecho sin perder la sonrisa, sin ceder en su sencillez y en su profunda humanidad.
Irene Vallejo ha vuelto a vivir un 2023 extraordinario e intenso: galardones, viajes, traducciones, reediciones. Y todo lo ha hecho sin perder la sonrisa, sin ceder en su sencillez y en su profunda humanidad.
Guillermo Mestre.

*Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) recibía el miércoles 20, en la iglesia de Santa Isabel de Portugal, la Medalla del Justicia de Aragón. Este es el discurso completo a partir que esbozó en el acto. Este año ha reeditado 'La leyenda de las mareas mansas' (Siruela), con ilustraciones de Lina Vila, y la versión en cómic de 'El infinito en un junco' (Debate), con dibujos de Tyto Alba. 

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