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De Liverpool a Montemolín: un escritor tras los pasos del naviero vasco Miguel Larrinaga

Un viaje que vincula al constructor del famoso palacio de Zaragoza y a su mujer Asunción Clavero, de Albalate del Arzobispo, con Los Beatles

En esta casa vivió el naviero vasco Miguel Larrinaga que regaló a su esposa Asunción Clavero, de Albalate de Arzobispo, un fabuloso palacio en Montemolín
En esta casa vivió el naviero vasco Miguel Larrinaga que regaló a su esposa Asunción Clavero, de Albalate de Arzobispo, un fabuloso palacio en Montemolín
Rodolfo Notivol.

Hay calles que guardan historias que sus habitantes ni siquiera imaginan. Suelen ser calles suburbiales que se esconden en las entrañas del callejero, que son un secreto en sí mismas. A otras, célebres y consideradas, su leyenda las precede y están señaladas en rojo en los mapas. En Liverpool, Greenbank Drive pertenece a las primeras, Penny Lane a las segundas. Sin embargo, basta caminar doscientos metros por Smithdown Road, una de esas calles, cargadas de tráfico y ruido, que parecen buscar desesperadamente cómo salir de su ciudad, para ir de una a otra.

A pesar de su cercanía, Greenbank Drive y Penny Lane tienen distinta condición social. Greenbank Drive es una apacible vía residencial llena de setos, fresnos altos y espesos y chalets victorianos de ladrillo rojo a los que la palabra mansión se les hace grande por muy poco. A Penny Lane tuvieron a bien llamarla Penny Lane en honor al traficante de esclavos James Penny y, como si en el nombre llevara la penitencia, es una calle estrecha, larguirucha y discreta como las que hay a cientos en el extrarradio de cualquier ciudad y a la que dan vida unos pocos comercios y unos cuantos bares movidos por el turismo que desde hace unos años llega también hasta allí.

Huella de Miguel Larrinaga

En la casa del número 2 de Greenbank Drive, hoy dividida en apartamentos y cuyo antiguo jardín sirve de estacionamiento a los vecinos, vivió más de la mitad de su vida Miguel Larrinaga, el naviero vasco nacido en Liverpool que, a principios del siglo XX, mandó construir uno de los emblemas de Montemolín y, por ende, de Zaragoza: el palacio que lleva su nombre. Su deseo era pasar en él sus últimos años y compensar así a su mujer, Asunción Clavero, por haberla alejado de su familia y de su entorno cuando marcharon a Liverpool y dejaron atrás Zaragoza. En el cruce de Penny Lane con Smithdown Road, Lennon y McCartney, que vivían en los alrededores, se reunían con Harrison para tomar el autobús que los llevaba al centro de la ciudad. ¿Extendía Miguel sus paseos bajo aquel «cielo azul suburbano» hasta las exiguas aceras de Penny Lane? ¿Le gustaba a John, cuando salía de su colegio en Dovedale Road, rodear por Greenbank Drive camino de Sefton Park, el mayor parque de la ciudad, e imaginar cómo sería vivir en alguna de aquellas casas distinguidas como hacíamos los niños de Montemolín cuando merodeábamos alrededor del palacio de Larrinaga?

Palacio de Larrinaga: un obsequio de amor de Miguel Larrinaga a su esposa Asunción Clavero, que no llegó a vivir en él.
Palacio de Larrinaga: un obsequio de amor de Miguel Larrinaga a su esposa Asunción Clavero, que no llegó a vivir en él.
Francisco Jiménez.

En 1967, McCartney y Lennon compusieron con sus recuerdos sobre Penny Lane una de las mejores canciones de todos los tiempos. ¿Se cortaba el pelo Miguel en la barbería de la que habla Paul en la canción? ¿Era alguno de aquellos seres extraños que John, con sus ojos miopes de niño listo y descarado, contemplaba cuando acompañaba a su tía Mimi a hacer las compras en las tiendas del barrio? ¿Se cruzaron alguno de los dos en algún momento con aquel anciano que, desde la muerte de Asunción en 1939, paseaba su bombín y su tristeza por los alrededores de su casa? Es improbable, pero no imposible. 

"Larrinaga mandó construir uno de los emblemas de Montemolín y, por ende, de Zaragoza: el palacio que lleva su nombre. Su deseo era pasar en él sus últimos años y compensar así a su mujer, Asunción Clavero, por haberla alejado de su familia y de su entorno cuando marcharon a Liverpool y dejaron atrás Zaragoza"

En 1948, cuando Larrinaga falleció, Paul y John tenían seis y ocho años, respectivamente. ¿Llegaron por casualidad a hablar con él alguno de ellos? Y si lo hicieron, ¿les habló Miguel de sus barcos? ¿De aquel velero llamado Orlando que fue el primero en pertenecer a la familia? ¿O tal vez del Buenaventura, primer barco español, este de vapor, que atravesó el canal de Suez? ¿Les habló de sus largos veranos en las playas de Lladudno? ¿O prefirió hacerlo de la existencia, en aquel barrio lejano y exótico, y tan humilde como el suyo, de aquel palacio que tras morir Asunción nunca quiso habitar, de aquel sueño interrumpido que le perseguía con la tenacidad con que solo los deseos incumplidos son capaces de hacerlo?

El tiempo y los sueños perdidos

Aunque existen casualidades de las que nunca sabremos, la probabilidad de que aquel encuentro tuviera lugar es pequeña. Sin embargo, ahora, mientras paseo por aquella calle, no puedo evitar imaginarlo, verlos allí mismo, delante de la iglesia de Saint Barnabas, sobre la acera donde han levantado una estatua de John de cuerpo entero. Ver a aquel hombre circunspecto y formal, con su levita negra abotonada por completo, detener de repente su paso cansino y dirigirse a aquel niño que parece esperar a alguien en la esquina. Ver la cara de sorpresa del niño –no distingo bien si es Paul o John– que le mira sin saber si escuchar educadamente a aquel anciano o salir corriendo antes de que sea demasiado tarde. Ver los movimientos de Miguel, pausados por el peso de los años y las ausencias, al encorvarse sobre su bastón para oír mejor al muchacho. Ver cómo charlan, o mejor, cómo habla Miguel y el niño escucha.

"Lo veo y miro otra vez a aquel niño que sigue esperando en la esquina como tantas veces esperé yo a su edad sin saber qué subido al murete de la plaza de Utrillas"

Aunque existen casualidades de las que nunca sabremos, la probabilidad de que aquel encuentro tuviera lugar es pequeña. Sin embargo, ahora, mientras paseo por aquella calle, no puedo evitar imaginarlo, verlos allí mismo, delante de la iglesia de Saint Barnabas, sobre la acera donde han levantado una estatua de John de cuerpo entero. Ver a aquel hombre circunspecto y formal, con su levita negra abotonada por completo, detener de repente su paso cansino y dirigirse a aquel niño que parece esperar a alguien en la esquina. Ver la cara de sorpresa del niño –no distingo bien si es Paul o John– que le mira sin saber si escuchar educadamente a aquel anciano o salir corriendo antes de que sea demasiado tarde. Ver los movimientos de Miguel, pausados por el peso de los años y las ausencias, al encorvarse sobre su bastón para oír mejor al muchacho. Ver cómo charlan, o mejor, cómo habla Miguel y el niño escucha.

Ver cómo, al despedirse, Miguel alarga el brazo y estrecha, solemne, la mano del niño como si le entregara el testigo de un tiempo que ya no le pertenece. Ver después la mirada intrigada del niño siguiendo a Miguel, a la par que la mía, mientras se aleja despacio en la estrechura de Penny Lane y arrastra sus piernas cansadas al subir la pendiente que abomba la calle para dejar paso al tren. Y ver, por fin, al anciano bajar del otro lado hasta desaparecer de nuestra vista probablemente, solo probablemente, mientras la imagen de aquel palacio solitario y fantasmal por entonces, abandonado en mitad de un descampado de un barrio remoto ya en su memoria, ocupa su ánimo hasta reconocerse en él.

Lo veo y miro otra vez a aquel niño que sigue esperando en la esquina como tantas veces esperé yo a su edad sin saber qué subido al murete de la plaza de Utrillas y, mientras tarareo la canción que años más tarde compondrá, echo un último vistazo a aquella calle y me digo que la despedida no puede prolongarse más, que tengo que volver a casa, a esa casa de Montemolín desde cuyas ventanas veo aquel palacio –su tejado verde, sus torres vigías, sus azulejos marinos– y pienso que, como Penny Lane, me habla del paso del tiempo y de los sueños perdidos. «Muy extraño».

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