relato

La emperatriz de Bisimbre

La novelista mezcla aquí la memoria del padre, la presencia de fuerzas misteriosas en el Moncayo (Calcena,Purujosa y Bisimbre) y el retrato de una mujer como Eugenia, que tiene espíritu de hada

Eugenia Berrueco, actriz infantil en 'Nobleza baturra', en su casa de Bisimbre, en 2018.
Eugenia Berrueco, actriz infantil en 'Nobleza baturra', en su casa de Bisimbre, en 2018.
Laura Uranga

Mi padre nos hablaba de Bisimbre, en los dominios del Monte de Lug, el dios celta del Rayo, la Conquista y la Vida. Cuando conocí a Eugenia, vino a mi recuerdo que él también contaba que allí las muchachas vestían de blanco y parecían sacerdotisas del templo que había sido Bisimbre miles de años atrás, al servicio de una diosa de la nieve y la niebla que tanto amaba la cumbre de Lug, aquí llamado Moncayo, el misterioso. Yo creía que era uno más de los lugares fantásticos de sus andanzas a lomos de su ‘tiburón’, aquel coche que cuidaba como a nada o a nadie. Pero Eugenia me sonrió colmada de memoria. "¡Qué guapo era! Nos tenía a todas pendientes, de tan simpático, tan encantador…". Y supe entonces que, de entre todas las historias que él me había contado hasta mis siete años de edad, algo debió haber de verdad.

Bisimbre ardía de verano cuando aquella tarde caminé las dos calles que desembocaban en su plaza. El peirón alzado frente a la iglesia y el ayuntamiento parecía sellar el centro del mundo, pensé, como una columna interminable y olvidada, quizá otro recuerdo que podía haber sido un sueño. Una costumbre ancestral de Bisimbre era que, en el día de San Antón, se llevaban a los animales de la casa hasta ese peirón y se daban tres vueltas con ellos a su alrededor para lograr su bendición. "Pero con las barbas y su lámpara atada al bastón –observó de pasada Eugenia–, San Antón recuerda al Ermitaño del tarot".

Luego señaló restos de piedras aquí y allá por la calle que nos llevaba hasta el de San Gregorio en el otro extremo del pueblo. Decían de antiguo que éste peirón indicaba una especie de límite del lugar, o de algo…, "en realidad marca el sitio donde se cruzan los caminos que llevan a otros pueblos de por aquí", atajó Eugenia. "Gregorio significa ‘el que vigila’, y a él se le pide que evite el pedrisco", siguió hablando y mirando al cielo; «su color es el del oro, por eso las mujeres de Bisimbre tienen el pelo rubio y los ojos azules como el cielo». 

Y así era Eugenia, una emperatriz celeste de ojos luminosos y palabra saltarina como las cabras montesas de las historias de su infancia, esas cabras que se convertían en brujas cuando amanecía, y todos lo sabían en Bisimbre, en Calcena y en Purujosa aunque todos lo callaban, excepto ella. "Llamaban brujas a las hadas ayudadoras porque no las comprendían; podían detener la corriente de los ríos, y por eso también las temían".

Tampoco entendían que los peirones, desde tiempos inmemoriales, marcaban el lugar donde podía unirse la tierra con el cielo. "Aquí siempre hubo tres, se dicen obeliscos o peirones o pilares, como tres lados tiene el Moncayo y porque así lo quiso su amante, una diosa celta con nombre de emperatriz que volvía a él en abril… Pero nadie sabe dónde estuvo esa tercera columna".

Eugenia volvió a Bisimbre en este abril. Ella era esa tercera columna inmortal, la cariátide erguida y gloriosa, memoria del templo que las diosas celtas de nombres innombrables alzaron en honor de aquella que fue amante del dios Lug, ese del que me hablaba mi padre. Hacia él miraba Eugenia aquel día, cuando yo escuchaba su voz al contraluz de su ventana.

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