Glu glu: un relato de Severino Pallaruelo

De repente, los reyes de la natación en el río son cuestionados por un formidable nadador, en apariencia, y les da algunas lecciones para avanzar mejor en el agua y con más elegancia. Aquel maestro venía acompañado de una mujer muy bella...

El río Cinca a su paso por la bella localidad de Aínsa.
El río Cinca a su paso por la bella localidad de Aínsa.
Rafael Gobantes

Nadábamos bien. Habíamos aprendido sin que nadie nos enseñara. Pasábamos el verano en el río. Nos atrevíamos con todo: con las pozas más profundas y con las corrientes impetuosas, con las ollas oscuras que se abrían bajo las cascadas y con los tramos pedregosos donde el agua culebreaba entre cantos gigantescos. Creíamos que nadábamos muy bien hasta que vino él. Tendría unos cuarenta años, nosotros todavía no habíamos cumplido diez y seis. Llegó a la poza situada al pie del puente, la más grande, la más profunda. Pasábamos allí mañanas enteras, un día tras otro. Tumbados en las rocas, saltando al agua, buceando. Vino con una mujer. Él tostado como una lasaña que se tuvo demasiado tiempo en el horno, ella blanca como la masa del pan antes de cocerse. El hombre preguntó si queríamos que nos hiciera una foto y le dijimos que sí. Tomó varias. Nos hacía gracia que nos retrataran. Al acabar preguntó:

–Eh, chicos ¿quién os enseñó a nadar?

–Nadie, aprendimos solos.

–Ya se nota. No tenéis ni idea.

¿Cómo? ¿Qué decía aquel tipo? ¿Que no teníamos ni idea de nadar? Nosotros, los reyes del río, vamos, hombre, vaya tontería. Para demostrarle que estaba equivocado hicimos varias piruetas acuáticas y sacamos piedras del fondo de la profunda poza.

–Parecéis perros o gatos, no sabéis moveros en el agua. Yo os voy a enseñar a nadar con estilo. Comenzaremos con el crol. A ver, todos al agua y haced lo que yo os vaya diciendo.

Empezó a dar órdenes. Las seguíamos sin rechistar. Hicimos grandes progresos. Eso pensábamos. Él, no.

Entrenad toda la tarde y mañana veremos cómo lleváis el crol antes de pasar al estilo mariposa.

Al día siguiente dijo que habíamos mejorado algo, pero poco. No obstante comenzó a explicarnos cómo eran los otros dos estilos: mariposa y braza.

–Después tendréis que aprender a nadar de espalda.

–¡Ya sabemos! –dijimos todos a la vez mientras tratábamos de demostrárselo cruzando la poza hacia atrás.

–¡Qué vais a saber! Avanzáis como los cangrejos, os falta estilo, no tenéis elegancia.

Su mujer no hablaba. Sentada en una piedra y enfrascada en su libro no se molestaba ni en mirarnos. Nos hubiera gustado que hubiera vuelto su vista hacia nosotros porque buena parte de lo que hacíamos no era para seguir las órdenes de su marido sino para que nos viera ella. Así transcurrieron tres o cuatro mañanas. Él continuaba haciéndonos fotos. Su mujer no mostraba interés alguno por nosotros pero nos gustaba.

–Oiga –le dijimos al marido– ¿por qué no nos hace una foto junto a su mujer?

–Acercaos –dijo ella–, os podéis sentar en la roca, alrededor de mi piedra.

Recién salidos del agua, mojados y sonrientes, rodeamos a la mujer que admirábamos. El de la cámara se dispuso a enfocar. No cabíamos todos en la imagen. Retrocedió para ampliar el campo. Un paso hacia atrás, dos. Al dar el tercero cayó al agua. Se hundió junto a su cámara. Qué raro, aquel hombre no salía a flote. No sabíamos qué estaba pasando. La mujer, histérica, tiró el libro al suelo y se levantó gritando:

–¡Sacadlo, sacadlo! ¡Ayudadle!

Nosotros, confusos, no entendíamos nada, no sabíamos qué hacer. Nos mirábamos y la mirábamos a ella que seguía gritando. También mirábamos hacia la poza donde, sumergido, sin dar señales de vida, continuaba su marido.

–¡Sois idiotas! ¿No me oís? ¡Sacadlo! ¡No sabe nadar!

Nos echamos todos al agua y lo sacamos. Costó. Menos mal que éramos cinco o seis. Lo dejamos en la roca. Vomitó mucha agua. Le costó recuperarse. Yo volví a la poza, me sumergí y recuperé la cámara. La dejé en el suelo, junto a la piedra donde acostumbraba a sentarse la mujer. Nadie hablaba. Pasados unos minutos nuestro profesor de natación se marchó. Partieron sin decir nada. Ni adiós.

–Se ha dejado la cámara –dije pasados unos minutos–. Se la guardaremos para mañana.

–Ese no vendrá mañana –dijo uno, creo que fue Jesús–, ni mañana ni nunca: Glu glu no volverá, sentenció. Aún guardo la cámara.

Severino Pallaruelo

Escritor, etnógrafo y artista. Nació en Puyarruego, Huesca, 1954.

Obra. Autor de un treintena de libros, en 2023 publicó la novela 'Veintiuna noches' (Xordica).

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