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Óscar Soto: «Lo que nos hace muy felices es amar»

El escritor riojano Óscar Soto Colás presentó en Zaragoza su novela de una pintora del XVII, ‘Rojo veneciano’ (Espasa), que intenta montar su taller

Óscar Soto es historiador del arte y presidente y fundador de la Asociación Riojana de Escritores.
Óscar Soto es historiador del arte y presidente y fundador de la Asociación Riojana de Escritores.
Montserrat Soto Colás.

Había escrito de vino en ‘La sangre de la tierra’ y un ‘thriller’ en ‘El Diablo en Florencia’, pero está claro que su pasión es el arte.

Sí. Estudié Historia del arte y la estoy acabando con mucha calma; me quedan dos asignaturas y el trabajo final. Es aquello que decía Woody Allen: «Escribe sobre lo que conoces y te gusta». Se trata de divertir y de pasarlo bien.

En ‘Rojo veneciano’ (Espasa, 584 pp.) el siglo XVII se le impuso ya de manera muy natural, ¿no?

Claro. Cualquier historiador del arte, cualquier personaje que entienda un poco o que ame el arte descubre que en el siglo XVII cristaliza todo lo que ha pasado en el Renacimiento. Los pintores dejan de ser artesanos y pasan a ser artistas, se convierten en una figura ligada al poder, en la doble dirección: retratan al poder y a la vez se codean con gente poderosa.

El siglo XVII es una época fantástica, con Velázquez, Caravaggio, etc. ¿Por qué da ese giro de pasar de un pintor a una mujer y desarrollar la vida y la creación de una artista? ¿Tenía en la cabeza a Artemisia Gentileschi, por ejemplo?

Todo surge de algo. Y en mi caso fue una pregunta. Estaba estudiando la asignatura de Barroco hace ya dos o tres años, y cuando llegué al tema de las mujeres, que siempre hay un capitulito, me di cuenta de que no conocíamos nada o muy poco, y me apetecía hacer una historia. La pregunta que se me ocurrió fue: ¿cuántos Velázquez femeninos nos hemos perdido? ¿Por qué no se les permitió acceder? Y quien dice Velázquez, dice Rubens, Zurbarán, dice Vermeer, etc. Digo Velázquez porque es la representación máxima del siglo XVII español.

Antes de hablar de argumentos y de pintores y personajes, en su novela ‘Rojo veneciano’ se respira la pasión por los talleres. Lo vemos primero con la figura del abuelo y luego la del padre Martín de Castro.

Eso es, sí. Es un personaje que daba él solo para toda una novela. No hay más que ver todo lo que le ha pasado y la pasará. Los estudios eran un gran taller con un trabajo en cadena; el maestro principal era quien ponía prestigio, firmaba los contratos, firmaba las obras, las pocas que se firmaban, y era la cabeza visible. Y luego había un grupito de ayudantes que iban entrando desde los 10 o 12 años, los más jóvenes, y se ocupaban de tareas subsidiarias: aplastaban los pigmentos para crear colores y texturas, o lo que fuera en el lienzo. Cada uno iba haciendo su tarea. Que entonces una mujer tuviese un pincel en la mano era casi impensable.

Alguna había…

Sí, sí. Participan en el negocio familiar y todas eran hijas de o hermanas de o esposas de..., y lo hacían aprendiendo el oficio. Cuando intentaba salir y montar su propio taller, se encontraba con un muro y no podía examinarse como maestra, con lo cual no podía tener un taller como tal. Ese es el punto de arranque y fue lo que me llevó a crear este personaje…

Juana de Castro, nacida en Valladolid en 1603, hija del pintor de santos Martín de Castro.

Sí. Citaba usted a Artemisia Gentileschi. No leí su biografía ni la de otras mujeres; conocía algunas, claro. Pero luego, cuando las leí, me di cuenta de que la estructura de sus vidas era muy similar a la que yo había creado por lo que le digo: la mujer tenía que pasar por una serie de requisitos. Muchos.

Aparece una mujer enigmática, Paola, que se seduce a Martín de Castro, que se ha quedado viudo tras la muerte de su esposa en el parto. Paola, la futura madrastra, dice que «una mujer no debe mancharse las manos».

Sí, sí. Bueno, de hecho ni siquiera los hombres podían mancharse las manos. Estaba muy mal visto que los nobles o la burguesía (no cabe hablar de burguesía, pero sí de burgueses) se manchasen las manos. Entonces, en el siglo XVII es cuando se da el paso definitivo: a las monarquías europeas les interesa tener un pintor, un propagandista. Es en ese momento en que el artista empieza a ser considerado algo más y alguien más que un mero trabajador con las manos y se le considera más intelectual. Y surge la figura del genio como tal.

Resulta muy interesante ver cómo ella se va formando, su pasión, su padre es consciente de que ella es especial aunque eso vaya contra el espíritu de la época.

Como pintor, es consciente de que ella tiene mucho más talento que él y que si hubiera nacido varón habría sido un maestro pintor, sin duda, pero también es consciente de que la sociedad es la que es. Fíjese en el caso de Artemisia Gentileschi: tuvo un maestro que no era de su propia familia y mire lo que le pasó. La violó. Por eso digo que es una novela de ventana porque las mujeres en aquella época veían el mundo a través de una ventana, pero Juana lo que hace es ver el mundo y pintarlo. Y vivirlo de ciudad y ciudad. Viaja, ama, busca. Martín sabe que tiene en casa una pequeña ‘genia’, pero si sale al mundo se va a dar de bruces.

Hay un momento en que padre e hija se ponen a discutir en qué consiste la pintura… Para él, la pintura es una reproducción de la realidad; y para ella es ir más allá.

Yo ahí llevé el contexto de lo que sucede en el siglo XX al contexto del siglo XVII con pintores como Velázquez, como Rembrandt, como Rubens. A partir del siglo XX el pintor pinta lo que lleva dentro de sí… Y bueno lo que hace ella es adelantar ese debate al siglo XVII. Yo no creo que sea una locura pensar que un maestro pintor se plantease: «Voy a dar algo más que lo veo realmente».

Hay varias historias de amor en la novela. Tras intimar con el pintor Francisco Peña, este le dice a Juana que nunca deje de pintar. ¿Eso sería normal?

No sería lo habitual, pero yo creo que hay tres personajes masculinos en la novela que tratan a Juana con educación y respeto. La tratan como una persona y no como una mujer. Sin desvelar mucho: Francisco Peña, Diego de Velázquez y el marchante que conocerá después. La reconocen como una igual y entienden que dentro del ámbito del arte es idéntica a ellos. Entonces me apetecía que ese personaje masculino entendiera que se trata de una persona y que la traten como una artista, que era lo contrario de lo que todo el mundo se empeña en decirle.

Hablemos un poco del amor de Peña y de Juana.

Creo que lo define una frase, y no querría desvelar más, que ella le dice a él: «Es mejor amar a un fantasma que no amar nunca». La idea es: mejor amar siempre que no amar. Lo que nos hace muy felices es amar a alguien, más que el que nos quieran, en realidad.

Otro tema es el ‘rojo veneciano’…

Si se analiza la pintura de Velázquez antes de ir a Italia, su paleta es ocre, terrosa. Y luego se contagia de esos colores vibrantes. Lo mismo le pasa a Rubens también. Me parecía que ‘Rojo veneciano’ era una metáfora perfecta de ella en aquella España de los Austrias, negra, gris, aplacada. Es como si de repente hubiera una pincelada de rojo brillante. Es como una pulsión de vida, el deseo de crecer como persona.

¿Qué libros le han ayudado?

Más que libros, música barroca. Me da un ritmo especial. Me gusta mucho una literatura que me trate como adulto. Stephen King, Llamazares y Ramiro Pinilla.

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