imágenes de la capital del cierzo / 15. 'artes & letras'

Ábside de la iglesia de San Miguel y oficina de abastos. Circa 1920

Los productos agrícolas de Montemolín, Miraflores y el Burgo no llegaban al mercado sin pasar antes por este control

Imágenes de la capital del cierzo / 15
Plaza de San Miguel. Fotografía estereoscópica perteneciente al Archivo SIPA, gentileza de Rafael Margalé.
Archivo SIPA, gentileza de Rafael Margalé.

En 1920 Zaragoza contaba con mil y pico abonados al servicio telefónico, Eléctricas Reunidas dotaba de energía a los motores de las fábricas y de luz a los hogares —que la podían pagar—. Circulaban 9 líneas de tranvía y había ya más de 400 automóviles matriculados.

Esta foto en realidad es “moderna”.

El progreso culebrea. Es una anaconda. Hay quien se topa con ella de frente, quien es devorado por alcance y quien sólo percibe su roce. Otros quedan al margen e ignorando los avances continúan con sus vidas. Mientras pueden.

No parece que a la caseta de “abastos” ni a sus habituales usuarios hubiese arribado tal progreso. El rito diferiría poco del de tiempos anteriores; los carreteros se detenían entre las cuatro piedras blancas del suelo y en tanto se realizaba el trámite las caballerías aguardaban mirando hacia el Coso, como si su mayor ansia fuese llegar al mercado galopando.

En los siglos anteriores la plaza de San Miguel no tenía salida. Moría en el muro perimetral, tras él la ronda del Huerva. Una vez erigida la puerta del Duque en 1856 se tendió el puente de San José y este lugar adquirió la categoría de entrada principal desde el SE. La puerta arrancaba a la altura del farol y muy poco antes de la foto acabaría de ser derribada su parte central, la que le quedaba.

Zaragoza, liberal como ninguna, hizo que durante la segunda mitad del siglo XIX este paisaje urbano rindiese honores a Espartero. Sin embargo, llegado el XX, con la dinastía consolidada, al general se le fue desposeyendo de glamur patriótico. A pesar de su pasada fidelidad hacia él nuestra ciudad no le honra con ninguna estatua, ni ecuestre ni apeado. Apenas dejó a su nombre un trecho de calle. En política los apegos son volubles

Ateniéndonos a las reglas de la composición entendemos que lo que llamó la atención del artista fue el grupo de personas que ocupa el centro de la imagen.

Tres damas sociabilizan apoyadas en la pared, deduzcamos que templada por el sol, siendo imposible saber si eran jóvenes o viejas por estar tapadas hasta los pies. Ese rincón había sido despejado de construcciones parásitas hacía poco. Próximos a ellas unos hombres, también en número de tres, obvian sociabilizar y cabecean en el suelo, para ellos de diseño ergonómico. Las sombras alargadas apuntan a una hora temprana. Quizá aguardaban a que el encargado de fielato iniciase su jornada. La cotidianeidad funcionarial no ha cambiado con las épocas. Todos los retratados, igual da humanos que equinos, esperan algo. Diríase que a que un director de escena diese la orden. El sujeto más próximo a nosotros observa con desaprobación, o eso parece, la indolencia de los paisanos. Otro, éste con gorra de empleado municipal, con las manos atrás se apronta a recibir alguna señal. Casi ocultos por la reata de mulas asoman esos niños presentes en todas las fotografías.

Imágenes de la capital del cierzo / 15
Fragmento de la fotografía.
Archivo SIPA, gentileza de Rafael Margalé.

Permítaseme volver por un momento a Espartero, pues es curioso el que la plaza rememore a un arcángel, un ser de procedencia celestial colaborador en un episodio distante 900 años, y no al que fuera regente, gracias al cual reinan unos borbones y no otros. Prima, como es lógico, lo celestial, y ello hace que desde tiempos muy remotos el barrio, la plaza y la parroquia pertenezcan al arcángel. Todo el mundo sabe que sin el auxilio de los navarros, y sobre todo, sin el apoyo moral de San Miguel, el Batallador jamás hubiese ganado la ciudad y las María del Pilar se llamarían Fátima.

De ahí que la mayor paradoja de la imagen sea el que empero de su importancia religiosa y valor histórico, la fábrica del templo se halle en tan malas condiciones, rota y asfixiada por las edificaciones adosadas. Una paradoja extensible al reino entero. Acorde a su idiosincrasia la España católica asumía sin trauma ni vergüenza el que sus iglesias y conventos llevasen siglos arruinándose.

Concretando en la parroquia de San Miguel de los Navarros, en el momento de la instantánea aún le quedaban por soportar algunas décadas de desidia. No incluyo aquí el cambio de chapitel, una intervención que ha pasado la reválida pero que en su día recibió tanto pitos como palmas. Aun siendo declarada Monumento Nacional en junio de 1931, descartada una propuesta de rehabilitación de 1941 (1), hasta los primeros años setenta no se recuperaron su ábside y parte de la fachada (2). A nuestros inmediatos antepasados no les bastó con legarnos un patrimonio en pésimo estado, encima dejaron que el pufo lo pagásemos nosotros.

Queda hablar del suelo. En realidad debería ir al principio, pues el cielo es intangible pero el suelo en cambio es de todos. Es un decir, claro.

La plaza de San Miguel, que en otros puntos gozaba de un hermoso adecentamiento con jardín y buen adoquinado, en este flanco destinado al tráfico de carros se muestra salvaje. El Consistorio no ha considerado necesario prestarle atención a la calzada, que aparece desigual, se prevé que embarrada en los peores días.

No obstante, el asomo de unas aceras augura la paulatina mejora del entorno, una lenta aproximación a nuestros tiempos y la ruta que conecta una modernidad con otra.

Pero antes de engañarnos volvamos la vista a las señoras de las sayas, pues ellas son quienes constatan que el pasado aún se tocaba con la mano. Si el atraso y la penuria eran su cara mala, digamos que la tenía también buena. Del otro lado del puente abundaban las huertas. La ciudad comía, y muy bien, de ellas.

Zaragoza aún no tenía claro si de mayor quería ser una gran ciudad.

(1) Manuel Lorente

(2) Chueca Goitia

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