gastronomía

Bocados del reino animal raros, exóticos y hasta repulsivos

‘Todo lo que nada, corre o vuela, a la cazuela’, reza el viejo dicho, nacido básicamente de la necesidad y escasez y no pocas veces de la ignorancia.

Ranas troceadas a la venta en un mercado de productos frescos vietnamita.
Ranas troceadas a la venta en un mercado de productos frescos vietnamita.
Jorge Fontana

Está claro que el dicho ‘Todo lo que nada, corre o vuela, a la cazuela’ ya no tiene vigencia, al menos por estos lares, aunque en determinados países ya es otro cantar. Porque, digo yo, en algún momento alguien se tomó un asadito generoso de pez fugu antes de que sus prójimos vieran que después pasaba a mejor vida, o unos cuantos se pasaron en el salteado de amanita muscaria, cayendo en alucinatoria embriaguez de las que hacen época, e incluso intentaron hincarle el diente a una hermosa tarántula selvática como quien degusta una nécora de árbol, yendo a engrosar la lista de los protectores tribales del reino de las sombras. 

En todo caso, las majaderías dirigistas de Bill Gates o la invasión de la entomofagia, vestida de modernidad y multiculturalismo, nos hacen rememorar y hasta mantener vivas prácticas alimentarias que no salen en los tratados de Ortega o Arguiñano, que nos recuerdan que la cadena trófico-cultural de la alimentación tiene algunas zonas poco conocidas en la vida cotidiana de nuestra mesa.

Artrópodos

Aparte la moda entomofágica, absolutamente superflua y potencialmente peligrosa en nuestro medio (Petrás, 2019) que puede tener sentido en otras partes del mundo (eso que ahora les ha dado a los dictadores mundialistas por denominar "planeta") degustando saltamontes fritos, grillos y hasta cucarachas, resulta curioso observar la existencia de algunos alimentos animales al tiempo caros y bastante asquerositos. 

Por ejemplo la delicia de ‘tarántula en témpura’. Basta con tener unas buenas tarántulas selváticas (las peninsulares, mucho más pequeñas, solo sirven para fastidiar y en Italia para bailar la presuntamente terapéutica tarantela) y tras matarlas por el calor de la fogata, rebozarlas en una pasta de témpura de harina y agua fresca, friéndolas en aceite bien caliente. El calor aplicado desnaturaliza el veneno, de modo que la degustación de este manjar no mata por toxicidad sino por asco. Un salteado de cebollita y guindilla dan al preparado la apariencia de comida natural y civilizada.

Los gruesos ‘gusanos del tronco del agave o maguey’, planta que produce tras fermentación tequilas perfumados, además de ser repulsivamente gordos y pastosos, constituyen un bocado carísimo en el viejo virreinato de Nueva España que ahora se llama México. Los dichosos gusanos se saltean en aceite con un poco de sal, vertiendo después un fino picadito de hortalizas y frutas, al gusto, para acabar de presentar el platillo con leve salseado de vinagreta con cacahuete molido.

Batracios

Al comienzo de su vida, sapos y ranas son poco más que una gran cabeza rematada por una colita filiforme y viven en medio acuático; por ese motivo se les llama ‘cabezudos’ y en zonas de Aragón y Navarra ribereñas del Ebro, ‘samarucos’ o ‘samarugos’. Pues bien, el hallazgo en una charca con poca agua de una población de renacuajos, eclosionado los huevos puestos por ranas o sapos, puede constituir rústica materia prima para hacer un ‘calderete de samarucos’ (Gil Gómez, 1980). Se lavan los enlodados renacuajos en agua y se prepara un caldero con aceite, cebolla, tomate, pimiento, la inevitable guindilla, mojando cuando la cosa se va domando con algo de agua, y se vierten dentro los inocentes cabezudos, dejándolos hacerse brevemente y espesando la salsita con un poco de harina.

Las ranas grandes se capturaban, antes de las nuevas leyes protectoras, con un arponcillo atado al extremo de un palo o con red madrillera o cuando se vaciaban las acequias de riego y quedaban atrapadas en charcas reducidas. Se consumían de dos formas. La más primitiva es la de ‘ranas en caldillo’, para lo que se emplea el animalito entero, eviscerado y despellejado, friéndolo en aceite a fuerte temperatura, unos momentos. Después se añaden ajos abundantes picados, guindillas inevitablemente, alguna yema de huevo duro machacada y las correspondientes claras troceadas, mojando con agua, salando y dejando hacer el mejunje un ratito. La forma más selecta de tomar las ranas es degustar las ancas, que son las carnosas patas traseras, fritas y salseadas (recuerdo unas deliciosas ancas a la pizzaiola que preparaba Salvatore Cacciatore en la extinta trattoría Don Francesco, de Zaragoza). Actualmente se pueden comprar ancas de rana congeladas, procedentes de granjas orientales.

Por fin, revolviendo papelotes, me he topado con la poco apetitosa fórmula de los ‘sapos asados de los barasanas de Colombia’ (Hugh-Jones, 1984). Estos sapos selváticos, dice el antropólogo, se destripan y sin despellejar se colocan en una parrilla de maderas elevada, para que no se queme, dejando hacer y ahumar simultáneamente. La carne se toma fría, arrancándole la piel y alegrándola –que falta le hace– con un majado de chiles también ahumados y sal. Pues eso; que no invita mucho.

Animales rastreros

Lagartos verdes u ocelados (‘gardachos’ en lenguaje rural), culebras de escalera o bastardas y en zonas tropicales sus equivalentes, la iguana y la serpiente pitón, han sido alimento complementario durante muchísimo tiempo de pastores, recolectores o agricultores que tenían que pasar largas jornadas fuera de su hogar, en terrenos rústicos. Actualmente está duramente castigado por ley atrapar o comer a estos animales.

Personas mayores me han contado que en largas jornadas de trabajo de sol a sol, han atrapado algún lagarto o culebra, y que tras desollarlo y eviscerarlo, lo hacían sobre las brasas o añadido en trozos al caldero del rancho, generalmente enriquecido también con algunos vegetales silvestres, y me aseguran que el sabor y consistencia es bueno, similar al del pescado blanco (Sarobe Pueyo, 1995). 

Una forma de asado que se practicaba en algunas zonas de la Ribera navarra era eviscerar el animal, culebra o lagarto, sin desollar, ensartando longitudinalmente al bicho con un alambre de acero que salía unos centímetros por la zona caudal; cuando el extremo empezaba a enrojecer, el animal estaba ya bien cocho, se retiraba y se tomaba su carne, que había sido protegida del excesivo calor por la propia piel.

Los galápagos de tierra, también protegidos por ley, se comían en calderete con ajos fritos y agua, extrayendo las patas tras abrir el caparazón por la zona caudal o cefálica, quitando su piel coriácea.

Aves campestres

Cuervos, grajillas, pajarillos, mochuelos y hasta el pequeño y zancudo alcaraván entraban en la dieta de gentes por pobreza, estancias prolongadas fuera del hogar en labores agropecuarias o simple capricho. Incluso se han encontrado citas de guisados de buitre, lo que ya son palabras mayores (Sarobe Pueyo, 1995). La preparación de estos volátiles, generalmente de carnes duras y sabores escasamente asociados a la gastronomía convencional, era prácticamente siempre la prolongada cocción en medio acuoso, con acompañamiento de algunas hortalizas, lógicamente tras desplumar, eviscerar y trocear el animal.

Por otro lado, el surströmming, así escrito, suena a cosa muy nórdica y respetable. Mas si lo traducimos al español castizo, queda en ‘arenque apestoso’ y eso es otro cantar. El arenque se elabora habitualmente por salazón, ahumado o un proceso mixto. Pero si se limita la sal a una cantidad mínima y se cierra en botes herméticos, se produce una fermentación debida a la bacteria halonaerobium, que genera grandes cantidades de anhídrido carbónico (los botes llegan a abombarse e incluso explotar), sulfuro de hidrógeno y otros gases, todos realmente apestosos (Vivirsuecia.com, 2015). Comer unas tajaditas de tan repugnante conserva, además de acreditar el valor del comensal, es una suerte de brutal afirmación identitaria sueca. ¡Tremendo contraste con las esculturales vikingas que nos asombraban en los primeros tiempos del turismo en el siglo pasado!

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