​Eterno Abós

El entrenador aragonés se marchó para poder entrenar y regresó para hacer grande al club de su tierra.

José Luis Abós
​Eterno Abós
Heraldo

José Luis Abós debió salir, a hombros, por la puerta grande del pabellón Príncipe Felipe. O del pabellón José Luis Abós, como ya pide la afición que sea renombrado el templo en el que el entrenador se ganó un pedacito de la historia del baloncesto español y el corazón de los miles de aficionados del CAI Zaragoza. Se despidió, sin embargo, con la humildad que le hizo enorme, casi por obligación. Era un hasta luego, forzado por la grave enfermedad que finalmente le ha obligado a decir adiós.


El cáncer ha sido uno de los pocos rivales a los que no ha logrado vencer Pepelu, el entrenador que ha hecho grande al actual CAI Zaragoza. Lo hizo fabricando sueños que él mismo se encargó de hacer realidad. Creyó tanto que hizo que los demás creyeran y dejó el listón tan alto que se lo habrá encontrado ahora, en su salto hacia la eternidad.


Todavía cuesta hablar en pasado de Abós, al que hace nada veíamos bracear desde un lateral de la cancha. Llegó en 2009, después de un largo camino que le llevó a ser ayudante de Mario Pesquera y Alfred Julbe en el CBZ antes de recorrer el baloncesto español por carreteras secundarias: pasó por el Caja Badajoz, el Caja Bilbao o el Breogán Lugo. También fue ayudante de Llaneza y Edu Torres en Girona, se marchó un año a la Universidad de Wake Forest, donde fue segundo de Dave Odom, y finalmente cogió las riendas del Drac Inca.


Mallorca fue su última escala antes de regresar a su tierra, donde no ha sido profeta, sino currante. A base de trabajo, carácter y talento, el entrenador llevó al CAI Zaragoza de LEB Oro a la ACB, a las semifinales de una Copa del Rey o unos ‘play off’ por el título. Incluso a Europa, donde el conjunto rojillo debutó la pasada campaña con el técnico en el banquillo.


El pasado verano tuvo ofertas para marcharse a otros países, a otros equipos que le ofrecían más dinero para construir su plantilla y para su propio bolsillo, pero quiso quedarse. “¿Se siente valorado por la afición?”, le pregunté en la última entrevista que le hice, en junio del año pasado. “Muchos entrenadores estarían encantados de estar aquí y yo, que soy de Zaragoza, todavía más”, contestó. Su condición de aragonés no fue ninguna ventaja. Tuvo que ganarse el respeto, poco a poco, uno a uno, de todos los aficionados del CAI Zaragoza. Hoy, viendo la reacción de los amantes del baloncesto, de sus compañeros y de sus rivales, se puede afirmar que, sin duda alguna, lo consiguió.