Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Ciencia de andar por casa

¿Por qué nos sentimos hechos un guiñapo cuando tenemos gripe? No solo es culpa del virus

Esa sensación de lentitud, de no tener apetito ni ánimo para nada, es una respuesta promovida por el cerebro ante la enfermedad.

Cuando está griposo, uno se siente hecho un trapo, sin ganas de nada, ni siquiera de comer.
Cuando está griposo, uno se siente hecho un trapo, sin ganas de nada, ni siquiera de comer.
Pxhere

¿Te sientes desanimado, lento, torpe, inapetente, inútil, miserable y lo único que quieres es desaparecer bajo el edredón de tu cama? Entonces, mucho me temo que tengas gripe. Pero una cosa debe quedar clara: el responsable de que te sientas así no es (solo) el virus, sino tu cerebro, con la mediación de un pequeño grupo de neuronas localizadas en la parte posterior de la garganta.

¿Que por qué nos sentimos hechos un guiñapo? ¡Menuda pregunta! Porque estamos enfermos. Ya, pero no se trata de los estornudos, el moqueo o el dolor muscular (al menos no solo de eso), sino de esa sensación de estar acabado y sin ánimo para nada que se manifiesta a modo de falta de apetito, ralentización y lentitud en todas nuestras acciones y, en definitiva, de sentirse un despojo. Unos síntomas que no son específicos de la gripe –a diferencia de los primeros–, sino una respuesta promovida por el cerebro ante la enfermedad. De hecho, en mayor o menor medida estos mismos síntomas ‘somáticos’ también se manifiestan con cualquier otro virus respiratorio.

¿Y cómo es que el cerebro nos boicotea de un modo tan miserable –porque, efectivamente, uno se siente miserable cuando está griposo–? Bueno, todo comienza con la infección en sí. Cuando los virus atacan a nuestras células nasales, las primeras con las que entran en contacto, estas responden liberando una serie de compuestos químicos, tanto para defenderse del patógeno como para disparar la señal de alerta. Compuestos entre los que se cuentan las prostaglandinas. Y más concretamente un tipo de prostaglandinas conocidas como PGE2, que son las que incitan al cerebro a desencadenar los citados síntomas. Esto se sabe porque los medicamentos como el ibuprofeno o la aspirina con los que nos automedicamos para mitigar esa deplorable sensación de malestar actúan, precisamente, bloqueando la producción de dichas prostaglandinas.

Menos clara estaba la cuestión de cómo se produce la interacción entre las prostaglandinas PGE2 y el cerebro. Es decir, cómo el cerebro detecta a estos emisarios. Una cuestión que tiene –tenía– su intríngulis. Se asumía que las prostaglandinas alcanzaban el cerebro a través del torrente sanguíneo. Pero esta vía presenta bastantes inconvenientes. Primero, que las prostaglandinas son compuestos frágiles y poco estables como para completar todo el trayecto. Pero, sobre todo, por la existencia de la barrera hematoencefálica: una membrana profusamente irrigada por vasos sanguíneos que protege al cerebro permitiendo solo la entrada de algunas sustancias como el agua, el oxígeno o algunos fármacos –como los anestésicos–, pero que actúa de barrera para los patógenos y otras muchas sustancias, entre las que se incluyen no pocos medicamentos.

Y si anteriormente se aclaró que ‘tenía’ su intríngulis es porque una reciente investigación acaba de descubrir que, en realidad, la comunicación PGE2-cerebro se produce a través del sistema nervioso periférico, esto es, las neuronas y terminales nerviosas que no se encuentran en el cerebro ni en la médula espinal, sino distribuidas por otros órganos y tejidos del organismo. Y, en concreto, a través de un pequeño grupo de ellas localizadas en la parte posterior de la garganta y que se encargan de transmitir información desde las vías altas respiratorias hasta el cerebro. 

Un ‘atajo’ que tiene todo el sentido, ya que garantiza que el aviso de una infección vírica llegue a nuestro centro de control a pesar de la fragilidad del mensajero; que lo haga con inmediatez; y también porque indica al cerebro dónde se está produciendo el ataque para que active respuestas específicas, como la tos o los estornudos –además de desencadenar todos los otros síntomas que hacen que nos sintamos ‘miserables’–.

Lo que todavía no está tan claro es la razón de ser de este bajonazo provocado por el cerebro, más teniendo en cuenta que hace que nos alimentemos y nos hidratemos menos y peor. Hasta el punto de que, en experimentos con ratones, se ha comprobado que los ejemplares tratados con ibuprofeno/aspirina, y que por tanto no experimentan un ‘abandono’ tan acusado, presentan una tasa de supervivencia más elevada. ¿Qué sentido tiene entonces este sabotaje mental?

Los expertos barajan dos hipótesis. Una, que se trate de un mecanismo evolutivo heredado de tiempos pretéritos en el que lo habitual era sufrir infecciones bacterianas a causa de heridas abiertas, cortes, etc. Desde este punto de vista, la pérdida de apetito sería una medida para no proporcionar alimento a las bacterias, ralentizando así su proliferación y evitando con ello que infectasen más tejido justo cuando nuestro sistema inmune se encuentra atendiendo otros frentes. O dicho de un modo más prosaico: asumir que se puede morir de gripe para evitar morir de sepsis. Del mal, el menos. 

La otra hipótesis tiene una naturaleza más altruista: puede ser un mecanismo para reducir la interacción social del enfermo con sus congéneres y así minimizar el riesgo de contagio. En fin, lo que se suele hacer (al menos en mi caso y en mi casa) cuando alguno coge la gripe: que come –a regañadientes y poco más que una sopita– y dormita aparte para no contagiar al resto.

Cuando lo peor aún está por llegar

Los antigripales mitigan ese malestar que nos hace sentirnos un despojo humano y nos permiten ‘tirar pa’lante’, pero no lo eliminan por completo –y eso lo sabemos todos–. Una circunstancia que se manifiesta especialmente cuando la infección ya ha asaltado las vías bajas, momento a partir del cual estos calmantes son menos efectivos. Esto hace presumir a los investigadores que debe de haber otra vía de comunicación ubicada en este tramo del aparato respiratorio que informa al cerebro cuando la infección vírica ha accedido a los bronquios. Presumiblemente, otro conjunto de neuronas del sistema periférico localizadas a esta altura del tracto respiratorio que reaccione ante otro tipo de compuesto liberado al medio por células locales al ser infectadas por el patógeno, con el propósito de que el cerebro active determinadas respuestas específicas para contrarrestarla… Y entre las que también se cuentan seguir sintiéndose hecho un trapo durante algunos días más. Y, peor aún, porque ahora ya no hay aspirina que valga.

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