Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Desafíos globales

¿Moda o pescado? Los plásticos utilizados en la confección de ropa están contaminando las aguas

Los peces de agua dulce cada vez acumulan más PFA, un tipo de compuestos químicos muy utilizados en el sector textil.

El actual consumismo hace que cada prenda sea utilizada no más de diez veces antes de ser desechada.
El actual consumismo hace que cada prenda sea utilizada no más de diez veces antes de ser desechada.
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Comer pescado no está de moda o, cuando menos, se va a convertir en una moda de riesgo. El motivo es nuestro desenfreno a la hora de comprar y jubilar ropa, lo que provoca que los peces de agua dulce cada vez acumulen más PFA, un tipo determinado de compuestos químicos de gran aplicación en la confección textil y sobre los que cada vez existen más evidencias que los relacionan con graves problemas de salud.

Plásticos eternos

Cada año, según los datos recabados por AFP, se confeccionan en el mundo más de cien mil millones de prendas de ropa; en cuya fabricación se emplea apenas un 1% de material reciclado. Y cada segundo es incinerado o enterrado en un vertedero el equivalente en ropa al cargamento de un camión.

Un gran porcentaje de esta ropa, especialmente las prendas de exterior, abrigo o de trabajo incorpora en su composición derivados per y polifluoroalquilados (contienen el grupo alquilo) –más conocidos como PFA por sus siglas en inglés–.

En virtud de la fortaleza de los enlaces carbono-flúor que los caracterizan, estos PFA son compuestos extremadamente estables, por lo que tardan muchísimo tiempo en degradarse y/o descomponerse, hasta el punto de que han sido catalogados como plásticos eternos. Y esto, que a priori es positivo, ya que garantiza que la ropa durará más, se convierte en un problema en esta época de consumismo desmedido en la que –de nuevo según los datos aportados por AFP– cada prenda es utilizada una media de diez veces antes de ser descartada y reemplazada por otra en nuestros ‘outfits’. El problema se agrava más por el hecho de que los PFA son asimismo compuestos bioacumulables. Es decir, que el organismo no los elimina: ni los degrada ni los excreta, sino que los va almacenado.

Lo anterior provoca que, con el paso del tiempo, y en el caso de las vestimentas cada vez que son descartadas y desechadas, estos PFA acaban entrando en la atmósfera –como consecuencia de la incineración– y, sobre todo, en el agua: por infiltración a través del suelo a los cauces subterráneos, por vertidos en las aguas fluviales o arrastrados desde la atmósfera por la lluvia, hasta alcanzar ríos y lagos, donde acaban incorporándose a la cadena trófica al ser ingeridos por los animales que viven en ellas o por los que acuden a beber o alimentarse a estas fuentes de agua.

Y la gravedad del problema se magnifica cuando se descubre que cada vez son más las evidencias que relacionan a los PFA y su bioacumulación en el organismo con serios problemas de salud como daño hepático, debilitamiento del sistema inmunitario, riesgo cardiovascular o distintos tipos de cáncer. Esta combinación de persistencia extrema, tendencia a la bioacumulación y consecuencias sobre la salud ha llevado a algunos expertos a catalogarlos como «la mayor amenaza química a la que se enfrenta la espacie humana en el siglo actual».

Una de las consecuencias de todo lo dicho hasta ahora es que los peces de agua dulce acumulan cada vez más PFA en su organismo, lo que provoca que comer pescado salvaje sea cada vez más un comportamiento de riesgo, cuando no directamente un hábito perjudicial para la salud.

Un estudio recientemente publicado plasma este riesgo en cifras alarmantes: de las más de 500 muestras analizadas de peces procedentes de ríos y lagos de todo Estados Unidos entre 2013 y 2015, la concentración media de PFA era de 9.500 nanogramos/kg. Tres cuartas partes de los cuales eran PFO (un tipo particular de PFA constituido por per y polifluorooctanos, que resultan ser los de uso más extendido y también los más tóxicos).

Una auténtica barbaridad si se tiene en cuenta que en 2022 la US Enviromental Protection Agency fijó en 0,02 partes por trillón la concentración límite de PFO en el agua para ser considerada apta para el consumo humano. Lo que implica que comer un solo pez pescado en uno de esos ríos o lagos equivale a beber durante un mes agua con una concentración de 48 partes por trillón de PFO, es decir, más de 2.000 veces superior al límite establecido.

Por su parte, la EFSA –la Autoridad Europea de Seguridad Alimentariaestableció en 2020 una ingesta total tolerable de PFA de 4,4 nanogramos por kilogramo de peso corporal a la semana. Lo que supone que una persona de 75 kg de peso debería ingerir como máximo 330 nanogramos a la semana. Es decir, la tercera parte de los ingeridos con solo comer 100 gramos de pescado fluvial salvaje (una trucha común, de esas tan apreciadas cuando aparecen en la carta de los restaurantes pesa de media 250 gramos). Ríete tú de los riesgos de comer pez globo.

Por fortuna, y de momento, los peces de piscifactoría, así como los marinos capturados para consumo aún no exceden los límites tolerables, pero la cuestión es hasta cuándo. Es evidente que o cambiamos nuestros hábitos de consumo y erradicamos el empleo de este tipo de productos o, más pronto que tarde, comer pescado va a dejar de estar de moda.

¿Y tú que prefieres: ropa o pescado?

Los superpoderes de los PFA

Los PFA constituyen una amplia familia integrada por miles de compuestos químicos sintéticos fluorocarbonados –es decir, compuestos orgánicos con un esqueleto de carbono al que están unidos uno o varios átomos de flúor– y poco menos que omnipresentes en casi cualquier producto fabricado debido a sus provechosas propiedades como agentes repelentes del agua, alcoholes, aceites, polvo y suciedad, por lo que son aplicados a modo recubrimiento o película protectora en infinidad de productos. Desde envoltorios de alimentos hasta cosméticos; desde sartenes antiadherentes a pinturas… y, por supuesto, en productos textiles. De hecho, más de la mitad de los PFA patentados se destinan únicamente para la producción de estos últimos: alfombras, moquetas, tapicería y, claro está, ropa. Y es que a sus propiedades repelentes suman otras como transpirabilidad, estabilidad térmica y resistencia a los procesos de lavado y secado automáticos que los hacen especialmente apropiados para su empleo en la confección de este tipo de productos, más aún en el caso de las prendas de vestir.

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