Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Ciencia de andar por casa

Por qué tu vajilla de fiesta debería ser siempre blanca (y no es por estética)

Porque, sin ser ninguna garantía, es la alternativa más fiable para que todos tus invitados, tanto los comedores quisquillosos como aquellos más tragones, feliciten al anfitrión por una gran comida. Y es que, en cuestión de comida, no todo depende del color del cristal con que se mire, pero sí depende del color de la loza que se mire.

La elección del color de la vajilla influye más de lo que podamos imaginar.
La elección del color de la vajilla influye más de lo que podamos imaginar.
Oliver Duch

A continuación, y con el permiso expreso de sus protagonistas, reproduzco de forma parcial una negociación entre anfitriones de una reciente comida familiar navideña:

–¿Y si ponemos….?
–Ya sabes que a mi pareja no le gusta la mayonesa
–Pues puedo hacer…
–Pero tiene que ser con tomate, que si no papá no lo prueba.
–Pues yo creo que ya está.
–¡¿Sí?!, ¿seguro que será suficiente? Mira que los tíos son de buen diente y a ver si luego dicen que se han quedado con hambre…
–Pues entonces ponemos también…
¡No! que los primos no lo comen si no lo haces como su madre.

Pues sí. Con el regusto de las recientes comidas navideñas –tanto las de empresa como las familiares– todavía fresco y muy presente, todos estaremos de acuerdo en lo difícil que es conseguir que todos los comensales acaben satisfechos. Una suerte de misión imposible en la que, no obstante, ayuda echar mano de una vajilla de un blanco inmaculado, capaz de satisfacer a tiquismiquis y glotones. La cuestión es: ¿por qué?

Antes de nada, conviene aclarar qué se entiende por comedores quisquillosos: aquellas personas muy reacias a probar comidas o alimentos nuevos e incluso alimentos conocidos preparados de otra forma o preparados a su gusto pero que incorporan un ingrediente distinto o adicional; un comportamiento que en ocasiones puede resultar casi patológico, lo que les lleva a restringir mucho su dieta hasta el punto de afectar a su salud; y que, aun sin llegar a tales extremos, condiciona mucho a sus anfitriones.

El poder del color

Pues bien, un reciente estudio ha constatado que estas personas toleran mejor la comida –o se muestran menos reacios a consumirla– cuando está servida en fuentes y platos blancos que cuando se emplean platos rojos o azules. 

Más concretamente, cuando la comida es servida en los platos coloreados la perciben como más salada; y cuando es presentada en los platos rojos, como menos deseable. 

Un estudio que cobra importancia a la hora de lidiar con este desorden y que a efectos de la premisa que plantea este texto viene a complementar a otro anterior en el que se constató que en el caso de los comedores normales, el color de la vajilla influye en la porción de comida que se ingiere.

En concreto, cuando se empleaban platos blancos la ingesta era más moderada que en platos rojos o negros, con los que se consumía más cantidad. Algo también importante a la hora de lidiar con el creciente problema del sobrepeso y la obesidad.

Bien es cierto, como ya se mencionó en el arranque, que estos estudios no suponen ninguna garantía dado que están realizados sobre grupos de población muy reducidos y en condiciones ‘de laboratorio’. Pero, al mismo tiempo, existe un corpus de trabajos suficientemente extenso sobre cómo el color, tanto del alimento como del recipiente en el que se presenta, condiciona y afecta a nuestras expectativas, percepción y comportamiento frente a la comida, como para poder extraer algunas conclusiones, si no definitivas, sí bastante fiables.

Por ejemplo, que el blanco es el color más neutro o inocuo. Posiblemente porque, a diferencia de otros colores, no se vincula a ningún sabor básico en concreto ni a ningún alimento o tipo de alimentos; o, en todo caso, a alimentos con sabor suave o insulsos –carne blanca vs carne roja; pescado blanco vs pescado azul…–. Una neutralidad que, en nuestro escenario, es muy bien venida, ya que no dispara las alertas de los quisquillosos y tampoco estimula a los más tragones.

Adaptación evolutiva

En realidad, si nos paramos a pensarlo, que el color condicione de tal manera nuestra percepción y respuesta ante los alimentos no debería resultar tan sorprendente. Al fin y al cabo, el color es la primera y en muchas ocasiones la única señal o indicio que tiene nuestro cerebro para valorar un alimento. Ciertamente ahora no tanto, porque podemos leer la información nutricional del paquete, preguntar a nuestro tendero de confianza, e incluso, si es muy de confianza, pedirle que nos deje probar una muestra. Posibilidades que sin embargo no existían en nuestro pasado remoto, cuando el color era la única pista para identificar un alimento en potencia como bueno o malo y valorar si merecía la pena el esfuerzo y el riesgo de detenerse, acercarse, e invertir tiempo y energías en recolectarlo. 

Así pues, la respuesta al color de la comida surgió como una adaptación evolutiva crucial para nuestra supervivencia. Una adaptación que solo en los últimos tiempos –en términos evolutivos– ha sido moldeada y se ha hecho extensible al recipiente conforme los alimentos comenzaron a presentarse envasados y empaquetados.

Y una adaptación que justifica, por ejemplo, que el color amarillo se asocie a alimentos ácidos; que el verde se asocie a alimentos saludables pero amargos –muchas verduras lo son–; o que el rojo pueda ser entendido como una señal de alerta –muchas bayas venenosas son rojas– y provocar rechazo; pero también como un alimento sabroso, dulce y apetecible –el rojo es el color de la fruta madura– y por tanto estimular el consumo.

Lo que nos devuelve a nuestros estudios de cabecera: en el primero, la mejor aceptación del blanco se justifica por su neutralidad o inocuidad frente a colores de advertencia como el rojo o el azul –color del moho y asimismo de bayas venenosas–

En tanto que en el segundo estudio, los investigadores esgrimieron dos posibles hipótesis para explicar la menor ingesta en platos blancos: el efecto contraste y el estímulo atractivo

El primero se refiere a que cuanto mayor sea el contraste entre el color de la comida y el del plato, más evidente se hace la cantidad servida, una percepción que se difumina cuando contenido y contenedor tienen un color similar. Y una hipótesis que, en el caso del experimento en cuestión, funciona bien para el plato blanco y el rojo dado que la comida del estudio era pasta con salsa de tomate, pero no así con el negro. 

Por el contrario, el estímulo atractivo permite justificar la mayor ingesta para ambos colores, ya que del mismo modo que el rojo se asocia a alimentos dulces y sabrosos, el negro –gracias en gran medida al márquetin– remite a ‘placeres adultos’ y sabores intensos como el café, el chocolate o el vino tinto. 

Sea por contraste, por atractivo o por una combinación de ambos, lo importante a nuestros interesados efectos es que la vajilla blanca consigue que los invitados vayan bien servidos con porciones más moderadas y, con ello, que salir indemnes de nuestro convite esté un poco más cerca.

Nunca de varios de colores

Eso sí, para tener éxito, si invitas a comer, ya optes por una vajilla blanca o por una de color –porque tengas muchos amigos y/o familiares quisquillosos con la comida–, lo que nunca, bajo ningún concepto, debes hacer es combinar platos y bandejas de distintos colores.

Son varios los estudios que prueban que la uniformidad cromática hace que los tragones se sacien antes –o se aburran de comer– al recibir menos estímulos y que los quisquillosos y reacios a probar alimentos nuevos vean con ojos más tolerantes las viandas al percibirlas como un todo, en lugar de destacarse cada preparación como algo único y peligrosamente distinto de las demás.

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