Por
  • Julio José Ordovás

Azorín

Azorín
Azorín
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Se han cumplido ciento cincuenta años del nacimiento de Azorín, el clásico de traje gris por excelencia de la literatura española, un escritor que siempre se mantuvo en un discreto y cómodo segundo plano, y ahí sigue, instalado en una penumbra de la que no parece que haya nadie interesado en sacarlo, ni siquiera ahora, con la excusa del aniversario.

Azorín era un escritor de página diaria. Cuando le ponía el punto final a la cuartilla de cada día, se enfundaba su traje gris, se calaba el sombrero y se iba a callejear, o de ronda por las librerías de viejo madrileñas, o a algún cine de reestreno a ver una de cowboys, que para él eran una actualización de los libros de caballerías, quizá por eso consideraba a Gary Cooper un caballero manchego.

La prosa de Azorín, ejemplo de pulcritud sintáctica y precisión adjetival, tiene una luminosidad inigualable. Es cierto que no asumía riesgos ni pisaba jamás el acelerador del idioma, pero también es cierto que fue un escritor muy moderno, el que mejor absorbió, entendió y asimiló la literatura francesa de todos los noventayochistas.

No tenía el músculo novelístico de Baroja, ni la aureola mística de Unamuno, ni el zarpazo leonino de Valle. Aunque escribió teatro y novelas, lo suyo era la acuarela sutil, la estampa melancólica y el comentario libresco, o sea, el articulismo literario.

En las fotos salía serio y un poco tristón, con perfil de fraile zurbaranesco, como sumido en hondas cavilaciones. Su lema siempre fue "sencillez y claridad" y, ateniéndose a él, escribió algunas de las páginas más hermosas que se han escrito en nuestro idioma. Un venero de agua cristalina. 

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