Por
  • María Pilar Clau Laborda

Mundos

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Hay tantos mundos como personas. No me refiero al universo individual ni a la perspectiva parcial desde la que cada quien contempla la vida, sino a la atmósfera a que se extiende el carácter de cada individuo, ese ambiente de bienestar o de malestar que los humanos tenemos la capacidad de crear y de extender a nuestro alrededor. 

Hay mundos de los que una no querría marcharse nunca y otros de los que no ve el momento de salir.

Un día de esta semana salí a hacer tres gestiones por la ciudad: al banco, a Correos y a un comercio. En el banco me atendió una persona correcta, no demasiado atenta, estaba a lo suyo, respondiendo llamadas y haciendo otras cosas mientras me atendía. No tuve la oportunidad de asomarme a su mundo ni ella mostró ningún interés por el mío.

Quien me atendió en Correos me habló sin mirarme y no escuchó lo que le dije porque estaba bromeando con sus compañeros. Cuando hablaba con sus colegas se reía, pero si se dirigía a mí para preguntarme lo que ya le había dicho, se ponía seria. Habría salido aliviada de ese mundo tan abúlico, pero salí desconcertada y recelosa: ¿Sería capaz de llevar a cabo mi solicitud de manera eficiente alguien que no había sabido hacer algo tan sencillo como prestarme atención? Arrastré mi recelo hasta el establecimiento comercial. Como si lo hubiese advertido, la persona que me atendió me hospedó en su mundo sereno, amable y eficaz.

Nadie estamos igual todos los días. A veces estamos cansados o preocupados y otras, confiados y felices, y esto se transmite a los demás. Sin embargo, no puedo imaginar a ninguna de estas tres personas actuando de una manera muy distinta. Creo que, además del carácter de cada cual, en los comportamientos es decisiva la voluntad. Cuando las cosas se hacen por voluntad propia se hacen con alegría y con resolución, y en cada encuentro, en cada mirada, se aprecia una oportunidad; sin embargo, cuando las acciones responden solo a un vacío sentido del deber, lo humano se disipa y se pierden momentos de alegría, quizá un gesto cómplice o una risa compartida, un buen recuerdo y alguna oportunidad. Lo mejor es no olvidar que nuestro mundo lo sostiene nuestra fuerza innata, confiar en ella y no vacilar.

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