Por
  • Celia Carrasco Gil

San Jorge

San Jorge
San Jorge
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No quisiera dejar que terminara este mes sin antes haberme acordado de dos libros, dos rosas y una cueva ancestral donde la sangre del dragón se habría hecho sacrificio en todo crepitar de la palabra. 

Volvamos al espacio de la tribu, la caverna de las historias compartidas. Entre la rosa de nadie de Celan y la rosa necesaria de Valente, se abre pronto un abismo, una pared rocosa, un petroglifo de múltiples espinas y fragancias. Allí, el deber del aliento del dragón es engrandecerlas, quizás reverberarlas como luz, el poso de qué costra hecha pintura desde algún primer soplo anterior a la vida y a la escucha. El neuma de la hoguera marca el ritmo, el flujo de un calor que hace transitables las ficciones en esos universos apenas sospechados y otrora imperceptibles. En el claro del bosque en torno al fuego, la rosa es la desdicha y es el don, el corazón que late a la intemperie de las lluvias rupestres y entrega su silencio y su carroña de hermosura como ofrendas. Nadie puede tenerla y se pregunta –cuando la rosa brota y pronuncia el vacío–: "Su floración de tumba, ¿modifica el rizoma de las venas? ¿Existen las heridas de la luz? ¿Qué voces se habrán lacerado en el carbunclo, el núcleo rugoso del encanto que nace de la piedra? ¿Hay vida más allá de la palabra? ¿Quién encendió el hogar del arrebol? ¿Cuántas espinas fraguarán la aurora en las dulces punciones de sus ruecas?". 

Dos libros, varias rosas, un dragón y un cántico ritual que siempre troca el gesto diminuto en epopeya.

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