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  • Ángel Garcés Sanagustín

La otra separación de poderes

Separación de poderes
La otra separación de poderes
Heraldo

Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, articuló la teoría de la división de poderes, mirando de reojo a la monarquía inglesa, para pasar del absolutismo a otro régimen en el que los viejos estamentos pudieran seguir manteniendo algún poder. 

Cabe recordar que Montesquieu heredó de su tío, a la edad de veintisiete años, la presidencia del Parlamento de Burdeos, que, a pesar de lo que pudiera parecer, era un órgano de carácter judicial.

A partir de la Revolución Francesa se pasará de la ‘división’ a la ‘separación’ de poderes. ¿Por qué? Porque así se protegían ‘logros revolucionarios’ como el control político de las autoridades encargadas de ‘juzgar’ la actividad administrativa. Esta perversión se prolongó durante un largo tiempo tanto en Francia como en España.

Se dice que un Estado democrático es aquel que garantiza la separación de poderes, tal como la entendemos ahora. En nuestros días, exige un poder judicial independiente que, obviamente, controla plenamente la actividad administrativa. Pero, en el fondo, lo que me preocupa realmente es que exista una separación entre el poder político y el ‘poder’ económico. Muchos lectores estarán pensando en la influencia de las grandes corporaciones sobre los centros del poder, pero no estoy aludiendo a ello. Me estoy refiriendo a la necesidad de que el poder político tampoco interfiera en las decisiones de los agentes económicos. Puede proceder a la regulación de sus actividades, pero no debe interferir en el funcionamiento de las empresas.

Los grandes regímenes autocráticos del mundo ignoran esta separación entre el poder político y la autonomía empresarial. Los oligarcas contrarios a Putin terminan envenenados o en prisión. En China, el Partido Comunista aglutina todo el poder, tanto el político como el económico. Occidente intenta presentar los respectivos ámbitos de autonomía, evitando las indeseadas interferencias.

A propósito de las presiones del Gobierno sobre la compañía Ferrovial, debemos recordar que la libertad de empresa es fundamental en la democracia, y que los poderes públicos no deberían interferir en las decisiones empresariales

España hace tiempo que cedió parte de su soberanía económica y fiscal a Europa. Por ello, el traslado de la sede de una empresa a otro país de la Unión Europea no debería provocar el revuelo que ha causado en el caso de Ferrovial. Durante los momentos álgidos del ‘procés’, cerca de ocho mil empresas dejaron de estar domiciliadas en Cataluña, sin que, al parecer, ello haya producido grandes problemas a las finanzas de la Generalidad.

Los representantes políticos podrán realizar las declaraciones que estimen oportunas sobre estos asuntos. Lo que no deberían hacer, en ningún caso, es iniciar una campaña de desprestigio contra los ejecutivos de la empresa, cargada de amenazas veladas y, a veces, no tan veladas.

Ferrovial podrá presentarse a cualesquiera procedimientos de contratación pública en España, aunque su domicilio radique en Países Bajos, como lo hacen centenares de empresas comunitarias. Las directivas europeas procuran que exista un sustrato normativo común en todos los países de la Unión y que no persista elemento alguno de discriminación. De hecho, Ferrovial obtuvo más del 80% de sus ingresos en el extranjero durante el pasado ejercicio.

En su día, y a pesar del vibrante discurso de Manuel Pizarro exhibiendo la Constitución en una mano, el presidente Rodríguez Zapatero obtuvo una victoria simbólica en la OPA sobre Endesa. Afortunadamente, y de momento, los accionistas de Ferrovial han adoptado libremente una decisión legítima y legal. Aun así, veremos lo que nos depara el futuro.

No hay libertad política sin libertad económica. Y viceversa. Otra cuestión distinta es que los poderes públicos establezcan medidas destinadas a garantizar la libre competencia y el idóneo desarrollo de la iniciativa económica. Los grandes enemigos de la libertad económica son los monopolios, tanto mercantiles como políticos. Por ello, es necesario proclamar, una vez más, que la pluralidad es la mejor garantía de la libertad.

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