Confesiones espontáneas

Confesiones espontáneas
Confesiones espontáneas
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Es un ambiente de recogimiento y presunta devoción, propicio, al parecer, para confesiones espontáneas se producen sucesivas declaraciones ante un desconocido: “Yo he sido cocainómano entre los 20 y los 50 años, y cada noche me bebía una botella de ron”, dice una persona, y añade: “lo dejé todo de un día para otro cuando me dijeron que me iba a morir... soy la auténtica oveja descarriada”, concluye. 

También dejó el tabaco sin mayor esfuerzo, con chucherías y caramelos. Pasados muchos años cuenta al atónito escuchante amateur que lo que más le costó dejar es el dulce, que también le había prohibido el médico. Otra persona dice que “esa talla de la virgen la traje yo hace muchos años, la robé de (su lugar de trabajo, indica el sitio)”. Ante tales confesiones la persona que las recibe está tentada de contarles también sus fechorías, pero cree detectar una mezcla de arrepentimiento y jactancia en proporciones variables; y piensa que su lista es tan larga que no sabría bien ni por dónde empezar; y teme que quizá esas personas que desvelan sus tropelías no le escucharían y, en ese caso, se vería en la obligación de exagerar su relato, con el riesgo de acabar creyéndoselo, lo que aumentaría la cadena oxidada de sus culpas. Y también teme que si a fuerza de exagerar llegara a captar la atención de los contritos se podría entablar una competición por ver quién tiene el mayor alijo de fallos, faltas, deslices, traiciones, infamias, quizá delitos. Así que no dice nada y cada cual sigue su calvario en un ambiente de compungida devoción.

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