Campos de tierra

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Campos de tierra
Pixabay

Hace unos años, animé en este periódico a seguir disfrutando del Real Zaragoza, que acababa de bajar a segunda. Lo hice por respeto a dicha categoría, frente a quienes la menospreciaban con altivez, pero también para llevar mejor la dolorosa circunstancia.

Sin embargo, pasado el tiempo, siento que en el fútbol de élite actual, de clubes cresos y tele de pago, cada vez más tecnológico y menos espontáneo, apenas queda algo del espíritu con el que sintonizo, inoculado en mi infancia, aquel que fue un factor social integrador y que hoy solo subsiste en las categorías inferiores y en el emergente fútbol femenino.

Y no es que aquel espectáculo fuera virginal y careciera de corrupción, fanatismo y otras lacras que ahí siguen. Se trata, más bien, de que el gran circo actual me resulta ajeno, estrambótico y deshumanizado, como si sucediera en el metaverso.

Me producen dicha impresión, por ejemplo, la proliferación de las estadísticas y de la biometría, los estadios desmontables de Catar, la propiedad exótica de los clubes, las finales nacionales jugadas en lejanos estadios foráneos, o la exaltación fingida de los jugadores, a la espera de que se certifique un gol, mientras se analiza en una pantalla un lance previo.

Frente a todo esto, hay que disfrutar al máximo de la segunda división, hasta que deje de ser habitable. Porque el metaverso, como hizo el tráfico en las calles donde jugué de niño, como ‘la nada’ que avanza en ‘La historia interminable’ de Michael Ende, no tardará en tomar los campos de tierra, donde la gente aún se deja la piel en cada mala caída.

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