ARQUITECTURA Y ARTE. OCIO Y CULTURA

Muere José Manuel Pérez Latorre, uno de los grandes arquitectos de Aragón

Nacido en Zaragoza en 1947, es el responsable del Auditorio de Zaragoza, del museo Pablo Serrano o de la fábrica de cervezas de Ámbar

José Manuel Pérez Latorre en su Estudio del Paseo Sagasta.
José Manuel Pérez Latorre en su Estudio del Paseo Sagasta.
Guillermo Mestre.

Un fallo multiorgánico, derivado de las secuelas de un cáncer, ha puesto fin a la vida del arquitecto y pintor José Manuel Pérez Latorre (Zaragoza, 1947-2023) este jueves, en la Clínica Quirón tras permanecer un mes hospitalizado. Pérez Latorre ha sido uno de esos profesionales activos, enamorado dela capital aragonesa, que ha entregado su talento, su conocimiento y su pasión a la ciudad y de Aragón, ya sea a través de sus restauraciones e intervenciones y de la creación de edificios de nueva planta como el Auditorio de Zaragoza, el ICCAA ‘Pablo Serrano’ y su posterior ampliación, el Cubo de ónix de La Seo, la nueva fábrica de cervezas Ámbar en La Cartuja o el Edificio Inteligente de la CAI, que es ahora es la sede de Hiberus. De temperamento barroco, espíritu romántico y a la vez reflexivo, desarrolló siempre un estilo ecléctico basado en la propia historia de los edificios, del lugar y del destino, en esa alianza suya tan particular donde mezcla belleza, utilidad, indagación y exaltación de los materiales.

En la última entrevista que concedió a Heraldo, en 2021, decía a propósito de su condición de “arquitecto de la democracia en Zaragoza”: “Zaragoza siempre me interesó y me sigue interesando. Me interesa más como análisis de la propia ciudad. Decir que siempre he querido dejar mi impronta en los edificios me parece un juicio superficial. La arquitectura hay que pensar que no es un hecho personal; la arquitectura, y más los servicios públicos, se diluyen en la ciudad. Construyen la ciudad. Sí, tengo un compromiso, y este es personal: soy un arquitecto del siglo XX y del siglo XXI, y más del siglo XX que del XXI. Y creo que tenemos que dejar, no nuestra impronta, sino nuestra manera de ver el espacio, de ver la arquitectura, pero seamos sensatos: si miramos la historia del hombre en la tierra, solo somos un grano de arena en la vida de la humanidad. La arquitectura debe servir”, afirmaba.

Y el pasado mes de julio, en pleno proceso de rehabilitación, en su casa del Paseo María Agustín, casi enfrente del museo Pablo Serrano, analizaba aspectos de su trayectoria: “¿Qué qué me ha dado la arquitectura? Me ha dado poder vivir. He leído, he viajado, he soñado alrededor de la arquitectura. La arquitectura era como el instrumento fundamental para poder reflexionar sobre la vida, sobre las cosas, sobre los hechos; me ha permitido estar de pleno, diríamos, en esas cosas y a veces poder reflejar en los proyectos parte de esas cuestiones. He sido un hombre afortunado en el sentido de que he podido hacer bastante lo que creía que debía hacer. A veces no siempre es así, la arquitectura también está sometida al encargo y a la directrices del poder cuando es obra pública”.

Sentía que había trabajado con su equipo con responsabilidad y respeto en un montón de proyectos: la restauración del castillo de Fraga, de la que se sentía muy satisfecho, de la torre mudéjar de Tauste, la fachada de la iglesia del Portillo o sus intervenciones en el Teatro Principal, donde incorporó dos grandes murales de José Manuel Broto y Jorge Gay (que pintó su retrato), en la capilla de San Martín de la Aljafería o en Santa Cruz de la Serós, donde tenía su refugio muy cerca de San Juan de la Peña. Sentía que había dado lo mejor de sí mismo en el Hotel Reino de Aragón, en la plaza de la Seo con el Cubo de ónix del Foro Romano, donde rindió homenaje al niño que había sido en aquel espacio, y por supuesto en el Auditorio de Zaragoza que quizá sea su obra más redonda, más ambiciosa y más elogiada por grandes profesionales de todo el mundo. Quería que la sala Mozart sonase como el corazón de una guitarra y a la vez fuese como la isla del tesoro. “Nunca me han obligado a hacer algo en lo que yo no creyera o que no quisiera hacer. No puedo hablar del edificio que más me representa o más me retrata: para mí todos los edificios tienen algo de todos, dialogan entre sí y dialogan con la historia de la arquitectura, que es algo que he hecho siempre”, nos decía este pasado julio en su domicilio del Paseo María Agustín.

José Manuel Pérez Latorre alterna la pintura con la arquitectura. Su última exposición fue en la Aljafería: 'El mar de nuestros muertos'.
José Manuel Pérez Latorre alterna la pintura con la arquitectura. Su última exposición fue en la Aljafería: 'El mar de nuestros muertos'.
Guillermo Mestre.

En esa conversación, José Manuel Pérez Latorre repasó muchas cosas de su trayectoria. Como se recuerda en su web, “funde el trabajo de los materiales con delicadeza casi secesionista con el ladrillo de tradición aragonesa, contribuyendo a hacer ciudad”. Su eclecticismo -algo que también practicaron grandes arquitectos de Zaragoza como Ricardo Magdalena o Félix Navarro, entre otros, se caracteriza por “la nitidez de las formas, la rotundidad en el asentamiento y el contraste de los materiales naturales (arcillas, hormigones, etc.) con otros más exquisitos (mármoles, ónice y alabastros). Estudioso insaciable de su ciudad, Zaragoza, traslada los dictados de la Historia tradicional de la Arquitectura a sus bocetos, tanto en el plano de la construcción como en el de los acabados”.

Si todos los arquitectos dibujan e incluso pintan, el caso de Pérez Latorre es especialmente significativo: ha dibujado y ha pintado muchísimo. Ha hechos proyectos oníricos e ideales como las Bibliotecas Imaginarias de muchos amigos (proyecto que publicó Heraldo) y ha realizado varias exposiciones, entre ella la de ‘El mar de nuestros muertos’ en el palacio de la Aljafería, donde mostraba la versatilidad de su arte y hacía un homenaje al Mediterráneo, que fue capital en su formación, en sus viajes y en la atmósfera que tanto le marcó. 

Pérez Latorre, alumno de Rafael Moneo (se licenció en Arquitectura en Barcelona en 1979), siempre ha reconocido la huella de sus maestros: “de Le Corbusier, la fuerza de las texturas; de Mies Van der Rohe, la concepción del espacio; de Wright, la precisión del asentamiento del lugar, y de Adolf Loos, la calidez y exquisitez de los materiales; de José Antonio Coderch, la luz; de Sainz de Oíza, la contundencia”. En esa elección de asuntos, refleja también sus preocupaciones y la cadena de ecos que ha tenido en su cabeza en cada proyecto.

Museo Pablo Serrano de Zaragoza
Museo Pablo Serrano de Zaragoza
Guillermo Mestre

Muy a su pesar, no fue ajeno a algunas polémicas. Una de las últimas surgió cuando una revista publicó que su ampliación del museo Pablo Serrano era uno de las construcciones más feas de España. “Lo tomo con tranquilidad. Es una opinión. Son puntos de vista. En otra ocasión, me sucedió al revés. Una revista quería contar el edificio porque les había parecido muy atractivo. Yo le digo a mi equipo que no se preocupen, que hay que seguir trabajando con compromiso, rigor y calidad”, contaba el pasado julio ante la presencia de su mujer Ana Palacio.

José Manuel Pérez Latorre, el pasado julio ante uno de sus cuadros de gran formato.
José Manuel Pérez Latorre, el pasado julio ante uno de sus cuadros de gran formato.
A. C. /Heraldo.

José Manuel Pérez Latorre era un hombre sumamente culto y erudito. Un enamorado de Jaime Gil de Biedma (el poema de su vida es ‘De vita beata’), de Luis Cernuda, de Juan Ramón Jiménez y Fernando Pessoa, entre otros muchos. Tenía una excepcional biblioteca, de arte, de arquitectura y de literatura, y una particular pinacoteca con obras de muchos amigos artistas como los citados Broto y Gay, pero también Pepe Cerdá, Luis Berdejo y tantos y tantos. De espíritu refinado, era un apasionado de las tertulias -solía hacerlas con el pintor Jorge Gay, el poeta Gerardo Alquézar y el médico Ángel Artal-, y si había algo que le gustaba hacer era pegar la hebra, contarse, explicarse, estudiar, investigar, y trasladar al papel y luego a la realidad el tamaño de sus sueños.

El tiempo le había hecho más sabio. Consciente de que la enfermedad no le iba a dar mucho tiempo, seguía pintando con verdadero afán. En su pequeño pero poblado estudio había iniciado dos nuevas series: una de retratos, rostros con distintos elementos que proponían casi un viaje en el tiempo y en el arte, y cuadros de Zaragoza, algunos de gran formato. Hasta el último instante, sin perder la lucidez, seguía mandando mensajes, bromas y reflexiones, o fragmentos de sus lecturas e incluso alguna foto como paciente apacible.

Había conquistado la libertad, quería trabajar y trabajar, y se sentía feliz en su condición de abuelo. Y estaba muy orgulloso de que su hijo Pablo Pérez Palacio, artista, hubiese logrado la beca de la Diputación de la Casa de Velázquez. “Ya la merecía. Trabaja con mucha elegancia y personalidad”, decía. Fue él quien, tras una nueva operación de urgencia, anunció con toda la tristeza del mundo: “Nada que hacer”. Su esposa Ana Palacio decía: "Se ha ido tranquilo y acompañado de todos sus hijos con sus mujeres. Ha recibido mucho cariño".

El pasado jmes de julio, sereno e hiperactivo, así posaba José Manuel Pérez Latorre con su mujer Ana Palacio en su casa, ante un cuadro de Broto.
El pasado jmes de julio, sereno e hiperactivo, así posaba José Manuel Pérez Latorre con su mujer Ana Palacio en su casa, ante un cuadro de Broto.
A. C./Heraldo.
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