LEYENDAS Y PERSONAJES. verano

Zoraida o el duelo de amor de Omar y Abdalá en las torres gemelas de Teruel

Historia de la construcción de las torres de San Martín y San Salvador y el destino de sus jóvenes arquitectos

Interior y campanario de la torre de San Salvador.
Interior y campanario de la torre de San Salvador.
Antonio García.

Teruel es la capital del amor y la ciudad del mudéjar, esa arquitectura de perfecta geometría realizada en ladrillo, yeso, cristal y madera que ha dado lugar a diversos monumentos: la catedral, dorada y ligera, que parece que va a levantarse por los aires con su cimborrio; la torre de San Pedro y las llamadas torres gemelas: San Martín y San Salvador. Si Teruel es célebre por sus amantes imposibles, Diego e Isabel, no lo es menos por los arquitectos Omar y Abdalá, que dominaban su oficio y paseaban su amistad por las calles a cualquier instante. Hablaban de casas, de acequias, de las higueras, de aventuras o de las amenas riberas de los ríos.

Una tarde, mientras caminaban por las callejas con su zurrón de sueños a cuestas, alzaron la vista hacia una ventana y vieron a una bella muchacha. El arrebato de amor fue simultáneo, y de la atracción por aquella criatura, que se les antojó una diosa morena, surgió la rivalidad y el odio. No tardaron en intentar seducirla. El padre de Zoraida, quizá sin quererlo, azuzó la tensión entre ambos y el rencor: dijo que entregaría a su hija a aquel que fuera capaz de construir antes una torre más perfecta.

Con sus artesanos, yesaires y peones, ellos se pusieron manos a la obra. Trabajaban de día y de noche, y ocultaban su obra al rival. Las paredes subían y subían. Se multiplicaban los elementos decorativos y los vanos se abrían a los cuatro vientos, al horizonte y a los mansuetos rojizos de las afueras. Un día, Omar, puro entusiasmo, anunció que había terminado su desafío: la torre de San Martín. A simple vista, era impresionante; el joven enamorado se la mostró a Zoraida, a su padre y a los turolenses que quisieran verla. Sin embargo, Omar se quedó patifuso: notó una leve inclinación. ¡Qué burla del destino! Desoyó ruegos y subió hasta la estancia más elevada: miró en todas las direcciones y, preso de la angustia, se arrojó al vacío.

Unos días después, o quizá pocas semanas más tarde, Abdalá –no consta que tuviese ni una serenidad especial ni que percibiese en su interior la víbora del resentimiento– mostró su faro: la torre de San Salvador. Impecable, terrosa, recta, rebosante de brillos y de arabescos. La enseñó a todo el mundo, en particular a Zoraida y a su padre, y se sintió el hombre más dichoso del mundo. El azar había elegido el volcán de su deseo.

El relato no abunda en detalles complementarios: se sabe que Abdalá y Zoraida se casaron, pero se ignora si fueron felices, si hubo descendencia o no y si rindieron algún homenaje al amigo muerto cuya torre, dicho sea de paso, resplandece de hermosura atemporal en el aire de Teruel.

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