verano. leyendas y personajes

El cíclope de Graus, la sortija y el pastor

Aproximación a una especie de Polifemo popular, que solía comer carne humana

El río Ésera, donde se habría ahogado el cíclope de Graus.
El río Ésera, donde se habría ahogado el cíclope de Graus.
Ángel Gayúbar.

Han sido muchos los que han escrito del cíclope de Graus. Allí, en las afueras de la villa donde murió Joaquín Costa, vivía un gigante que solo tenía un ojo en su despejada frente, que era pastor de oficio y que tenía extravagantes y poco escrupulosos hábitos, ya que su auténtica pasión era la carne humana, aunque podría haberse alimentado de suculentos quesos, de frutas y de carne de cordero. Solía encerrar a sus rebaños en una cueva inmensa. Previsor, tenía la obsesión de cubrirla siempre con abundante maleza y le tapaba el acceso con un peñasco que solo él podía mover.

A pesar de su maldad, adaptaba formas pacíficas. Muchos, que se habían escapado de la muerte por puro azar, decían que era noble y servicial: si alguien se perdía en el camino, si alguien necesitaba pasar la noche al raso o en la majada, allí estaba él para indicarle un árbol acogedor, una casa abandonada o unas viejas parideras. Luego, en cuanto el forastero se había confiado, prolongaba la impresión de hospitalidad con muchos detalles –al parecer, su gran pasión era contar historias– y en cuanto podía se lo comía. Comer es poco: lo devoraba con fruición, a mandíbula batiente, y un apetito de años, de siglos. Así consta en los libros de Juan Domínguez, Antonio Beltrán, Herminio Lafoz, Chema Gutiérrez Lera o los recuerdos de Costa.

Un día quiso ayudar a un joven pastor, también llamado ‘rabadán’, y le invitó a pasar su cueva. No se sabe con certeza si había perdido su rebaño o si había vendaval. El gigante le mostró sus animales, sus ojos brillaban en la oscuridad como ascuas, y le ofreció un rincón y una manta. El joven, que a astuto no le ganaba nadie, intuyó que iba a ser el elemento central de un festín y tomó la iniciativa: aprovechó para hundirle un palo caliente o un hierro rusiente en el ojo.

El gigante, lanzando al aire ayes casi insoportables, pensó que el chico no debía salir vivo de allí y se colocó en la puerta de la salida. El joven, del que no consta el nombre casi nunca, se vistió con una piel de carnero u oveja, y pudo salir con el rebaño. El relato contempla un hecho extraño y maravilloso: el gigante arrojó una sortija al suelo y el pastor no solo la cogió, sino que la puso en su mano derecha. No podía saber que producía una música que lo delataba. Intentó quitárselo una y otra vez, y cuando ya se veía carne de fiera, se cortó el dedo (tampoco está claro si fue de un mordisco, con un cuchillo o con el auxilio de una roca filosa) y lo arrojó al río Ésera.

El gigante no lo dudó y fue detrás del dedo y del sonido, y no tardó en morir ahogado, ciego y malherido como estaba, en la violenta corriente. Aún hoy, algunos grausinos oyen su lamento cuando el viento furioso sopla desde los bosques en invierno.

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