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Ebro arriba y abajo, el Barbo de Utebo

Pequeña historia, con luces y sombras, de este pez que alimenta la imaginación de escritores y pescadores

El río Ebro a su paso por Utebo.
El río Ebro a su paso por Utebo.
Carlos Moncín / Heraldo.

El bestiario aragonés adopta todas las formas e ilusiones. Y hay animales que no son tales sino sueños, pesadillas, figuras indecisas que no se sabe quién ha creado y les ha dado forma ósea, primero, y luego una carnalidad que parece definitiva. En esa categoría de la incertidumbre podría estar el Barbo de Utebo, del que se ha escrito mucho y se ha fabulado más.

De entrada, pocos saben cómo desemboca en el Ebro. Algunos mitólogos aseguran que ha podido navegar el Guadalope y el Guadalopillo durante semanas o meses, que experimentó la transparencia de espejo de la corriente del Matarraña y que al fin alcanzó el Gállego. Algunos sostienen que en algún instante debió ser serpiente de agua, y lo cierto es que en Gelsa o en Pina de Ebro ya se ha producido la mudanza: ahí ya es un barbo. Aseguran que por la mañana duerme en un remolino de agua, bajo el Puente de Piedra, o que descansa en la orilla del parque de Macanaz, bajo un sauce llorón, ante la maleza de las mimosas o frente al viejo Náutico. Le gusta la proximidad del Pilar con sus torres. Al mediodía recorre el cauce y se alimenta de peces pequeños, de bolsas de basura, de sedimentos y de vísceras que remontan la corriente. Aunque es ostentoso, tiende al camuflaje.

Por la tarde inicia su odisea hacia Utebo. Le gustan sus riberas, la cercanía de los parques y la agitación de las calles. Ahí está realmente cómodo: aguas arriba, aguas abajo, al arrimo de la gran torre mudéjar. Se fija en todo. Es perverso y sanguinario. Va a su marcha.

Solo se aparece de vez en cuando a un pescador solitario. Cuando cae la tarde muerde el anzuelo, tantea la fuerza del enemigo, hasta que lo enrabieta y lo desespera, y al final enseña sus sucias escamas y chapalea en el río. El pescador, atónito, se cae al agua y se ahoga, quizá acorralado por el pez. Otro tanto le sucede a las bañistas que toman el sol en la orilla. Algunos, en Casetas y en Utebo, y dicen que en Remolinos y en Alcalá de Ebro, han muerto así ante la fiera. Su actitud ante las mujeres es algo diferente. Cuando se da cuenta de que se adentran en el río o en sus alamedas, las sigue, las acorrala en un rincón y se deja ver: informe, grasiento, irascible. Dicen que engulle las piraguas, las barcazas de la ribera, que muerde las piedras de sillería de los cantiles o las ramas que viajan como barquillas en el cauce. «Ese barbo parece un saurio que va dejando a su paso unas enormes manchas de sangre», dijo el único pescador que resistió su mirada.

Otros cronistas afirman que el Barbo de Utebo no deja de ser una alucinación o un espejismo más del Ebro: alguien confundió un tronco podrido a la deriva e hizo de él un monstruoso pez del río. Luego, la imaginación, que nunca descansa, le dio alas para la maldad.

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