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El oro lunar de doña Blanca de Albarracín

Son muchos los que dijeron entonces que han visto el rostro y el vestido de la joven.

Doña Blanca habita el condado de fábulas de la imaginación del reino de Albarracín
Doña Blanca habita el condado de fábulas de la imaginación del reino de Albarracín
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Casi todo el mundo sabe que Albarracín es como un lienzo pintado y la piedra alcanza todo allí su poder de evocación y fantasía. Hace bastantes siglos ya, en tiempos de la Corona de Aragón, la hija del monarca –los cronistas han sido aquí un tanto imprecisos– se llamaba doña Blanca, y decían de ella maravillas de toda índole: era hermosa, simpática, candorosa; estar a su lado era todo un placer. Su padre murió en la batalla y ella intentó consolarse de tan grave pérdida al calor de su madre. El pueblo, de diferentes modos, le transmitió su cariño y su consuelo. Y esos gestos suscitaron más de un recelo de su cuñada, la esposa de su hermano, que la percibía como una amenaza a sus ambiciones.

No se sabe si fue ella o si fueron los dos, pero se determinó que doña Blanca debía trasladarse a Castilla, en un amago de exilio. De camino, pasó por Albarracín, y en aquellos días la ciudad, que antaño había sido taifa, estaba dominada por los Azagra. La familia acogió a la princesa con su séquito, y ella, asomada a las ventanas, paseando a la orilla del río Guadalaviar o en las misas de los domingos, dio muestras de su encanto. Pronto fue querida por la población local, que sabía que más pronto que tarde tendría que irse.

Las gentes celebraban encontrarse con ella, verla montar a caballo, asomarse a la muralla. Era un encuentro gozoso, pero todos sabía que más bien fugaz. Doña Blanca debía seguir su destino un tanto incierto. Los habitantes de Albarracín no solo dejaron de verla, sino que además observaron que ni sus cortesanos ni sus damas de compañía salían por las callejas o los rincones de tertulia y de sombra. Los Azagra lograron contemporizar: siempre había excusas. Algunos decían que había sido condenada a las mazmorras; otros sugerían que había sido asesinada. Y así, en medio de escaramuzas, la vida en el campo y la llegada de otras expediciones, doña Blanca cayó en el olvido.

Pasaron los años. Y con el paso del tiempo, empezó circular como una corriente de aire o en la prosa del asombro la idea de una aparición: en el plenilunio de agosto, justo después de la medianoche, ante la torre cuadrada y en la ribera del río, algunos habían visto a una mujer vestida de blanco o de oro lunar, y a todos les hacía pensar en doña Blanca. El bello espectro aparecía cuando menos se lo esperaba nadie, y son muchos lo que dijeron entonces y lo siguen diciendo hoy que han visto el rostro y el largo vestido de la joven, que sería la enigmática dama que iba de paso a Castilla y se quedó a morar entre tinieblas.

Desde hace muchos años, así se llama la imponente torre que se alza sobre el cementerio, los cipreses y los pinos, y que se abre a todos los vientos de Albarracín y el Guadalaviar undoso y serpenteador.

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