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Las cartas de Ramón J. Sender y Carmen Laforet: "Piensa en un amigo lejano..."

Una visión de la relación de los dos grandes escritores a la luz de su correspondencia, cuando se cumplen 40 años de la muerte del narrador

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Ramón J. Sender y Carmen Laforet en la ilustración de la portada de sus cartas en Destino.
Archivo Destino.

En el lugar llamado Ramón J. Sender, Carmen Laforet ocupó, en los últimos años de su vida, un lugar de honor. Atento siempre a la literatura escrita en España y en su lengua materna, en 1947, con unos pocos años de exilio en la mochila, escribió sin demora a la joven desconocida que con 23 años acababa de ganar el premio Nadal con su novela ‘Nada’ («la primera obra maestra realmente femenina que hay en nuestras letras»). Quizá importó que la protagonista, una joven desconcertada y perdida en la mediocre España de posguerra, se llamara Andrea como su madre y su hija. Veinte años de silencio necesitó Laforet para responder a esa primera carta en 1965 cuando, con motivo de una visita a Estados Unidos, le propone un encuentro a este escritor que ya había pasado «la edad corriente» y cuya ‘Crónica del Alba’ ella por entonces leía y juzgaba «la novela más importante del último cuarto de siglo».

Cuando en 1965 se conocen en Los Ángeles, todo ha cambiado desde aquella lejana carta. Sender es ahora un hombre «viejo, nervioso, impaciente y raro» que aún lleva «la tierra española adherida a sus zapatos» y siente un vacío existencial que nada colma. Aunque es todavía el anarquista amante de la libertad que siempre fue, le pesan los casi treinta años de injusto destierro. Está cansado de su apartamento de San Diego vacío desde su divorcio, de los amores breves «fáciles e insípidos», de la lejanía de sus hijos y de la mala salud que presagia su vejez inminente.

La profunda herida del exilio junto a la sobrecarga emocional que le provoca el regreso, le imposibilitan el retorno definitivo

Carmen, por otra parte, se ha convertido en una mujer reservada, discreta e introspectiva que escribe con sigilo desde que la polvareda de éxito que su primera novela levantó le dificultó la vida y la escritura. Para ella España no es la añorada patria que idealiza el deseo de retorno de Sender sino «la adversa influencia que le impide escribir», un país lleno de «mugre, carbonilla y hollín» que nada tiene que ver con el extranjero «limpio y bien organizado» desde el que recibe las cartas de su admirado amigo. Ella, que le escribe y lee desde los barrotes de su celda, «esparcida» entre las pequeñas cosas de la vida cotidiana y a la espera de meter en su maleta el esperado porvenir, envidia al hombre libre cuya vida transcurre entre la universidad y el océano Pacífico sin saber que él ha quedado cautivado por el recuerdo de su sonrisa y su talento «claro y penetrante» («En mí no creo mucho, pero cuando usted me anima, siento que tengo algo que hacer dentro de mi modestia»).

«En mí no creo mucho, pero cuando usted me anima, siento que tengo algo que hacer dentro de mi modestia», dice Carmen Laforet.

Admiración y gratitud

Las cartas que se cruzan a lo largo de los años van tejiendo un mapa de inmensa admiración y gratitud, de emociones ocultas apenas insinuadas que, en algunos momentos, sobre todo en el caso del aragonés, rozan un sentimiento profundo y solitario de amor.

Ella pasa con él y con sus libros «mucho tiempo aunque no le escriba». Él, que firma «su platónico enamorado de siempre», le envía dulces abrazos mientras la imagina paseando por Madrid, escribiendo en Cercedilla con «el Guadarrama al otro lado de la ventana» o escuchando en Alicante el rumor de «las olas subiendo por la arena». («Si estuvieras cerca, correría a acompañarte, si pudiera verte una o dos veces por semana, todas las miserias del exilio desaparecerían y la vida sería un verdadero lujo»).

Pero Ramón no puede pisar aún suelo español y los encuentros que sus cartas ilusionadas dibujan nunca encuentran el momento o la oportunidad. Carmen vive atrapada en el silencio de un matrimonio infeliz que la aísla del mundo y le arrebata la fuerza necesaria para cruzar el océano y visitarle. Para alejar sus «sombras interiores», Sender solo tiene la literatura, por eso escribe sin descanso una novela al año, pero ni los premios literarios que en los años sesenta le reconoce España ni su inquebrantable fe religiosa le sirven para recuperar la alegría de vivir.

El escritor «aúlla en la noche como un perro abandonado» y empieza a impacientarse, Franco sigue vivo y le atormenta no poder volver a su país. «Querría que antes de marcharme, se publicara en España todo lo que ha salido antes por estos barrios».

Sender: «Querría que antes de marcharme, se publicara en España todo lo que ha salido antes por estos barrios»

No vuelven a encontrarse hasta 1974 cuando, por fin, tras 35 años de ausencia, Sender puede besar la tierra que le vio nacer. Viaja a Barcelona, Zaragoza y Huesca y asiste a un homenaje que le rinden sus pueblos de origen («los campesinos de Chalamera y Alcolea del Cinca son buena gente y me estiman», le dice a Carmen). Pero rara vez la realidad está a la altura de los sueños y el hombre deja definitivamente de añorar lo imposible. La profunda herida del exilio junto a la sobrecarga emocional que le provoca el regreso, le imposibilitan el retorno definitivo. Un día cualquiera de 1982, la muerte sorprende, sin avisar, a este aragonés «demasiado grande para el rencor o el servilismo» que vivió, como había deseado, «dinámicamente hasta el último instante». Sus cenizas danzan desde entonces entre las olas de la bahía de San Diego que nunca pudo caminar con Carmen Laforet.

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