Ocio y Cultura

'La aventura del Poseidón', un relato de Carlos Castán

El autor de 'Frío de vivir' y 'Museo de la soledad' propone un juego donde confluyen la infancia, Julio Verne y el cine y los secretos de familia

Carlos Castán realiza una indagación en el cine y en los misterios familiares.
Víctor Meneses.

Lo que mejor sé hacer en esta vida es dejar que pase el tiempo. Que pase rápido, quiero decir. Ahora, en tiempos de confinamiento, no puedo observar cuidadosamente, como solía hacer a diario, cada pequeño cambio en las yemas del árbol que tenía medio adoptado, un cachorro de almendro salvaje que crece justo al lado de donde trabajo, a orillas del Arroyo de los Perales. Aun así, sigo dominando unas cuantas técnicas: sé cuándo mirar el calendario y cuándo no, atender a cómo cada día que pasa atardece un minuto y pico más tarde que el anterior tal como refleja la aplicación meteorológica de mi teléfono móvil, fijarme en cómo va descendiendo el nivel del líquido en el frasco del enjuague bucal. Todo con mucho cuidado y en el momento justo, no digo que sea fácil. Y lo voy consiguiendo, siempre lo consigo: hace nada era Navidad y mirad dónde he llegado. Es cierto que a veces el tiempo se atasca y se tropieza, forma coágulos en medio de su cauce, se mete en laberintos o los fabrica él mismo, dibuja bucles o se pierde por pasillos en espiral. Pero siempre sale de esas trampas si es mirado a escondidas desde donde yo lo miro. Y sale todavía más bello y veloz, a veces valiéndose de un incomprensible salto, y acaba atravesando como un velero la suciedad de la tarde en la que se había enredado. Siempre lo logra, lo logramos.

Hablando de confinamientos, mi madre nos contaba, no sin culpa, lo bien que se sentía cuando se ponía a llover en la época en que mis hermanos y yo éramos muy pequeños. Nosotros no podíamos salir casi nunca porque siempre había un bebé en sus brazos y algo hirviendo en el fuego y coladas que tender antes de que mi padre volviera de la oficina. Si hacía buen día a ella le daba mucha pena que tuviésemos que estar encerrados en casa, tan pálidos, mientras los otros niños, los hijos de los demás, jugaban en los parques. En cambio, si llovía, se consolaba pensando en que ese día todos, absolutamente todos, iban a estar en las mismas condiciones que nosotros, nada de escondite, nada de carreras entre risas, nada de sol. Mi madre tenía mala conciencia por ese sentimiento hacia el mal de todos, pero no podía evitarlo. Quizá esto tenga que ver con la irritación que, en el confinamiento actual, algunos sienten al mirar hacia fuera y ver vecinos en aparente libertad. Soportamos bien permanecer encerrados si estamos seguros de que los demás también lo hacen. La lluvia cayendo: todos los niños pálidos. No es nada la luz si a nadie ilumina.

Recuerdo aquellas viejas convalecencias infantiles, tan largas a veces, las pilas de libros de aventuras, los yogures con sabor a frutas que eran privilegio sólo del enfermo, los tebeos de Tintín a la misma hora en que para tus hermanos empezaba una clase de gimnasia o matemáticas. Y cómo a su regreso te lo hacían pagar, trayendo en sus abrigos algo del olor de los pasillos del metro y gotas de la lluvia que no te había mojado, ecos de juegos y del trajín de la calle. Todo lo que te estabas perdiendo. Tú conocías perfectamente el colegio y sospechabas que no era cierto que lo hubieran pasado tan bien, pero cómo estar seguro. Una vez fueron al cine todos menos yo y vieron ‘La aventura del Poseidón’. Durante años, al salir de cualquier otra película que nos hubiera entusiasmado a todos, enseguida se apresuraban a decir: "Sí, está muy bien, pero no tanto como ‘La aventura del Poseidón’". La mejor de todas, por los siglos de los siglos, era la que echaron el día que yo no fui.

Años más tarde, y un poco por casualidad, vi en televisión esa película. No hace falta que diga que no es para tanto. Nada es para tanto. No está de más recordarlo ahora en que es como si todo ardiera, sólo que en lugar de llamas es silencio lo que hay. Los autobuses vacíos, las calzadas desiertas, los bares cerrados son las ruinas. Pero sucede que el tiempo se dispara siempre allá donde no queda piedra sobre piedra.