Ocio y Cultura

literatura. cuentos contra el virus

'El último rollo', un relato de Jorge Sanz Barajas

El autor de 'Capital del desierto' aprovecha una anécdota lateral del confinamiento para construir una historia de humor y solidaridad

El papel higiénico inspira a Jorge Sanz Barajas.
Víctor Meneses.

-Disculpe, caballero ¿El papel higiénico?

-Se ha extinguido, señor.

-Querrá usted decir que se ha acabado.

-No, señor: se ha extinguido. ¿Tarjeta o metálico?

Recuerdo que llevaba la tarjeta en la mano y que decidí guardarla. Hice mal, lo reconozco. Pagué con un billete de veinte, movido sin duda por la frialdad con que me dio la noticia. Te jodes y te contagias, debí pensar. Soy así, qué le voy a hacer. Ya me lo dice mi madre: hijo, tienes unos prontos…

A llegar a casa, un torrente de turbios pensamientos se había adueñado de mí. Soy un tipo nervioso, vivo solo y llevo mal que me lleven la contraria. Además, llevábamos dos días de confinamiento y esto no era ni medio normal: las estanterías del súper estaban a rebosar de cervezas y el papel higiénico, extinto. No agotado. Extinto. ¿En qué cabeza cabe? ¿Qué clase de especie era capaz de acabar en dos días con esa especie esencial? Reconozco que pensé en un sucio complot de “estreñidos” contra “sueltos”. Yo mismo había urdido alguna vez este tipo de conspiraciones para minar la moral de ese cuñado que te miraba con aprensión cuando, en un alarde de impropiedad, contabas a los postres lo rápido que te suelta el café matutino las tripas. Los asociales solemos hacer cosas así cuando queremos acabar con la sobremesa cuanto antes. ¿Y si fuera un posible contubernio de pacientes de síndrome de Diógenes contra pacientes de Transtorno Obsesivo Compulsivo de limpieza? Bien pudiera ser que, en las salas de espera de psiquiatría, donde todo el mundo sabe que se gestan odios contumaces, los primeros hubieran determinado el exterminio del débil y supervivencia del mejor adaptado al confinamiento. Malthus estaría orgulloso de ellos.

Mientras esperaba el borboteo de la cafetera, me acerqué al baño a fin de comprobar el estocaje de papel. Un rollo. Un triste rollo, ensartado en su portarrollos, sin más compañía que el frío metal que lo abrazaba como un tesoro. Él era mi patria y mi bandera en aquella absoluta soledad. ¿Dónde estaba el gobierno en estas circunstancias, que no garantizaba el suministro? Pero no: estaba desenfocando el problema. El cajero dijo claramente “extinción” y no “desabastecimiento”. Y lo dijo sin piedad: lo recuerdo perfectamente.

Creo que fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que algo iba mal. ¿Qué fue peor, hablar con él o descubrirme escuchándole con atención? Estaba dándole palique al rollo de papel higiénico. Ahora ya da igual, pero no estoy loco. Estaba sentado en la taza y fue él quién empezó a susurrarme las razones que habían determinado que él fuera el último de su especie. Si alguien llega a leer esta historia, sepa que es cierta de principio a fin. ¡Qué sentido tendría mentir, a estas alturas!

Como les decía, el rollo comenzó, primero tímido, luego desenvuelto conforme fue ganando confianza. Debo reconocer que me costó empatizar con él. Lo mío nunca ha sido la escucha activa ni la asertividad ni esas zarandajas: es lo que tiene trabajar con créditos impagados y pasarse medio día invitando a los clientes a que, a llorar, uno se va al parque. Luego, con su voz queda y apergaminada, comenzó a inquietarme. Me habló de la Amazonía, del pájaro dodo, los dinosaurios y el rascón de Guam, de cómo nuestros culos eran cada vez más grandes y nuestras estancias en el baño, más prolongadas. Me habló de esa manía de envolvernos la mano en diez vueltas de rollo para limpiarnos. Habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades.

Escribo esta historia con letra apretada en los últimos pedazos del extinto rollo. Espero que aguante. Yo me resisto a usar la prensa para tan deshonroso menester. Moriré de un apretón, pero moriré solidario.