gastronomía

El tesoro de los ultramarinos en Aragón, sabor de siempre pero a la última

Algunos ultramarinos conservan los productos de siempre, mientras que otros trabajan determinadas especialidades, pero todo con genuina esencia.

Eva María Mañeru, en el mostrador de La Española, la tienda de ultramarinos que fundó su abuela hace 80 años en la calle de Conde Aranda de Zaragoza.
Eva María Mañeru, en el mostrador de La Española, la tienda de ultramarinos que fundó su abuela hace 80 años en la calle de Conde Aranda de Zaragoza.
Oliver Duch

Con fuerza agarran el mango de la guillotina y lo bajan hasta que el filo corta el bacalao. Ese mismo gesto lo han repetido sus padres, abuelos e, incluso, bisabuelos. "Esta cizalla tiene más de 100 años", se escucha al otro lado del mostrador de un ultramarinos aragonés.

Junto al bacalao para desalar, el paladar saliva con el laterío, el congrio, las legumbres, el café recién molido, los frutos secos, los embutidos y quesos, la leche, los caramelos de la infancia, una amplia variedad de vinos, las especias… y, cómo no, con las tortas más tradicionales de pueblo.

Cada vez son menos los comercios de estas características que levantan la persiana a diario en Aragón. Hace unos años en Zaragoza se podían encontrar en la mayoría de los barrios y en la actualidad se difuminan en el Coso, Las Delicias, Las Fuentes o San Pablo. Una realidad similar a la que se aprecia en las aceras de Huesca y Teruel. De ser tiendas corrientes han mutado en reductos del pasado, pero a la última.

Hace unas décadas, los lineales de los supermercados ganaron el pulso a las estanterías con solera. "Somos dinosaurios", exclama José Luis Muñoz, tercera generación de la familia al frente de Ultramarinos Casablanca de la capital aragonesa. El histórico logo de esta empresa es un oasis, una paradoja de estos comercios. "Mi padre me contaba que habría 200 o 300 tiendas de este tipo y ahora somos una decena de asociados en Zaragoza", indica Muñoz, quien también es el presidente de la Asociación Provincial de Comestibles y Autoservicios.

"Quedamos poquísimas… es una especie en extinción", lamenta Eva María Mañeru Sánchez, de La Española. Esta tienda de la calle de Conde de Aranda guarda el encanto de los años 40 gracias a las balanzas antiguas, la disposición que no ha cambiado en tres generaciones o el mostrador de mármol y madera, que es un pecado para cualquier laminero con rosquillas y chocolates.

Si ese mostrador hablara, contaría cómo ha cambiado la alimentación en las últimas ocho décadas –de los Quesitos MG al producto más novedoso–, pero también las historias más íntimas del barrio de San Pablo, desde las cartillas de racionamiento de la posguerra. Eva María atiende con una soltura y confianza nata, es lo que tiene haberse criado entre esas paredes y haber aprendido de José Miguel y Gloria, sus padres.

La "especialización" ha sido la salida de los antiguos colmados. "Antes teníamos hasta productos de limpieza, pero nos centramos en jamones, embutidos y frutería", explica Santiago Montolío, la segunda generación de Ultramarinos Fina junto a su hermana Arantxa, en la avenida de Aragón de Teruel. Ese mismo camino han seguido otros comercios de la ciudad de los Amantes, pero enfocados a la pastelería o a la charcutería. "Si no te diferencias, estás muerto, hay que sortear las grandes superficies", agrega Alejandro Azanza, de La Abacería, una tienda del Coso Bajo zaragozano que su bisabuelo fundó en 1881. En su caso, llaman la atención los sacos de legumbres.

Legumbres en La Abacería, en Zaragoza.
Legumbres en La Abacería, en Zaragoza.
Montañés
Latas, conservas, bacalao, congrio y legumbres forman parte de la oferta de estos comercios

El destino de otras ha sido hacia lo gourmet, como Mantequerías Sanz. Fue fundada en 1952 por José Sanz, el abuelo de José Carlos, quien con su delantal anudado sigue atendiendo en la calle de Madre Vedruna de Zaragoza. En sus cámaras y estanterías se encuentra Jamón de Teruel, queso de Tronchón, Trenza de Almudévar o Pastel Ruso. La calidad viene de la mano de pequeños productores artesanos, muchos de ellos aragoneses.

También han apostado por la personalización. "Me cuesta entrar en un comercio y ser un poco autómata", defiende María Jesús Sanvicente, de La Confianza de Huesca, considerado el ultramarinos más antiguo de España. "Mi padre nos dio una lección: 'Aquí no se vende, aquí se atiende'", reproduce la comerciante oscense, que empezó a trabajar con 14 años y ahora roza los 80. Este comercio de la plaza de López Allué se fundó en 1871 por el adinerado francés Hilario Vallier y guarda el romántico sabor de finales del siglo XIX, con el suelo de baldosa hidráulica, el histórico mobiliario o los frescos del pintor León Abadías.

Juventud y tradición

"Hay dos tipos de clientes. Por un lado, los leales vecinos de Huesca y alrededores que compran nuestras especialidades: las especias, el bacalao y las legumbres. Y luego están los visitantes de todos los continentes que vienen a la ciudad y demandan productos típicos, como los Piropos, chocolates, vinos de la zona, quesos, aceite, dulces...", los distingue Sanvicente, quien apunta que han evolucionado a lo largo de la historia de la tienda. "Conozco las judías y la canela como me conozco a mí misma", asegura María Jesús, que empezó a trabajar con 14 años y ahora roza los 80.

Guillotina para cortar el bacalao de Ultramarinos La Confianza, en Huesca.
Guillotina para cortar el bacalao de Ultramarinos La Confianza, en Huesca.
Pablo Segura
La historia de varias generaciones de una misma familia coinciden al otro lado de muchos mostradores

Los precios habrán pasado de pesetas a euros, pero en casi todos los mantienen escritos a mano, como el primer libro de cuentas de La Española, de agosto de 1943, que Mañeru hojea al igual que lo hicieron sus antepasados. No obstante, a ambos lados de los mostradores ha habido cambio generacional. "Viene gente que no vuelve desde que era niño y recuerdan los olores", expresa Eva María con orgullo.

A pesar de las sensaciones de siempre, los ultramarinos han evolucionado con la dinámica sociedad. Muestra de ello es el guiño a la ecología de Casablanca, en el mismo local de la zaragozana avenida de Valencia desde 1950, donde el papel que utilizan es reciclado y con una capa de fécula de patata. "Ni punto de comparación con el plástico y su repercusión en el medio de las grandes superficies", comentan.

Además, reivindican el coste, ya que en ocasiones el precio por kilo es inferior al de otros establecimientos. Esto también hace que entre los clientes se dibujen perfiles más mayores y un público joven que apuesta por estos valores y que se replican en nuevos barrios, como el Actur o Parque Venecia en Zaragoza.

En estas tiendas, la defensa de los productos aragoneses se sirve en frascos, la emoción se entrega a granel y la dedicación se respira en la amalgama de aromas que ni guerras ni pandemias ha disipado. "No es un negocio, es una vida", concluye José Luis Muñoz, sin evitar mirar la máquina registradora de su abuelo.

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