Dos manjares veraniegos

Ir pasando de chipirón a pimiento superponiendo los sabores es lo mejor de estos meses estivales.

Los pimientos y los chipirones son, según el crítico, lo mejor del verano
Dos manjares veraniegos

El verano, dejando aparte el calor excesivo y la ordinariez indumentaria, tiene cosas muy buenas. Los pimientos verdes, por ejemplo. De Padrón, por qué no, con su riesgo añadido de salir rabiosos, pero siempre deliciosos. De Betanzos, solo disponibles allí mismo o cerca, de aspecto de guindilla, pero absolutamente inofensivos, y riquísimos, como los padroneses, pasados por la sartén. Y, por supuesto, de Guernica, algo más grandes, de un sabor intenso y perfecto y con una dosis moderadísima, por no decir que inapreciable, de capsicina: no pican.


Pero están buenísimos. Hay que freírlos con arte, en una generosa cantidad de aceite, cuidando de que su verde natural no se cambie por un tono oscuro y, mucho menos, quemado. Ya fritos, solo queda rociarlos con pétalos de sal marina y llevarlos a la mesa. Yo prefiero eliminarles las semillas ya en el plato, con un corte longitudinal en su parte superior, pero nadie impide que quien lo prefiera se los coma con ellas.


Hechos el otro día con una bolsa de estos pimientos, vimos en el mármol de nuestra pescadería habitual unos preciosos ejemplares de chipirones. Eso sí que es, parafraseando al señor Stravinsky, la consagración del verano. Chipirones de potera. Ni grandes, ni pequeñitos.


Ya en casa, se procedió a limpiar concienzudamente los cefalópodos, que, aunque haya quienes piensen lo contrario, tienen cosas que están mucho mejor fuera que dentro, caso de la ‘pluma’ y de lo que algunos llaman ‘sustancia’, que mejor no entramos en averiguaciones y desechamos.


Fueron decapitados; sus tentáculos sirvieron de adorno de un rico arroz marinero. El resto... Bien, posibilidades hay muchas, pero nos decidimos por pasarlos por la plancha, en este caso la sartén caliente.


Una vez impolutos por fuera y por dentro, metimos el mango de una cuchara de madera en el interior de los chipirones, uno a uno. Con la cuchara dentro, y con un cuchillo afilado, les hicimos unos cortes sin llegar a profundizar. Pusimos al fuego la sartén, sin nada; cuando estuvo bien caliente, salpicamos unas gotas de aceite "alegre" e, inmediatamente, pusimos los chipirones. Se hicieron hasta formar una costrita ligera y apetitosamente dorada, se los volteó un instante, se retiraron, se espolvorearon con sal y pimienta, y a la mesa.


Con tan veraniegos elementos, que demuestran que vizcaínos y guipuzcoanos no tienen por qué llevarse mal, decidimos presentarlos juntos: los chipirones, una vez hechos, merman muchísimo, quedan más o menos del tamaño de los pimientos. Así que servimos, en el mismo plato, una banda de chipirones y otra de pimientos. El resultado, se lo pueden imaginar: perfecto. Ir pasando de chipirón a pimiento y vuelta, no combinando, sino superponiendo sus sabores... Junto con la sardina y el bonito, de lo mejor del verano.


Explico lo del aceite "alegre", que en casa se tiene siempre a mano. Es el resultado de dorar en buen aceite virgen unas cuantas láminas de ajo, junto con un par de aros de guindilla o una o dos cayenitas. Todo ello se retira en cuanto los ajos empiezan a dorarse; se cuela el aceite y se guarda para usar cuando haga falta. Las láminas de ajo, si su punto es de un dorado no tostado, las distribuimos sobre rebanadas de pan, las espolvoreamos con sal y listo.


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