Rafa Nadal, el corazón sin límites del atleta y del héroe

El tenista de Manacor ni conoce la pereza ni da tregua: posee todos los golpes, una resistencia de león y una energía mental que le hacen inalcanzable en la cima.

Nadal, con su decimocuarto trofeo de Roland Garros.
Nadal, con su decimocuarto trofeo de Roland Garros.
EFE

Rafael Nadal nos empuja una y otra vez a la grandilocuencia. Hace el amago de parecer humano y vulnerable, muestra sus heridas e incluso sus dudas, como si nos pidiese un poco de calma y de sensatez, y va, en apenas tres semanas mal contadas, reaparece en Roland Garros como si nada: vuelve a ganar en otro arabesco del delirio, riza el rizo del destino y ratifica su condición del campeón insaciable e irrepetible, con estatua en París, que es desde hace más de tres lustros.

Si el choque ante Novak Djokovic hizo correr ríos de tinta, y desafió a la lógica y se instaló en la órbita de los imposibles (sinceramente, esta vez no era el favorito: parecía más bien la víctima propicia), todo lo que vino luego ha sido añadir más virutas al fuego del semidiós del tenis que es, y quizá una invitación a continuar encadenando adjetivos del tipo sublime, grandioso, excelso, majestuoso, extraordinario e incluso insuperable.

Insuperable lo ha sido y lo es en muchos momentos de la verdad que le llevan a ser un coloso de la tierra batida, y a la vez un auténtico gigante de su oficio (catorce trofeos en París, y ocho en las restantes superficies): ya son 22 títulos de Grand Slam, más que nadie entre los hombres, los mismos que Steffi Graf, uno menos que Serena Williams y dos menos que Margaret Court.

Rafael Nadal es un tenista impresionante. Carismático. Contumaz. Sorprendente. Rabioso en las exigencias del juego. Pasó de ser el ‘apache’ incansable al maestro humilde que muere en el combate. De los que aprenden a diario. Un tenista que ofrece lo mejor de sí mismo en cada choque y busca la soledad y la perfección de la cumbre en una lucha radical contra sí mismo. Ha estudiado a sus rivales como pocos; los respeta hasta el mínimo detalle. Es un maestro de la estrategia, y luego es paciente, trabajador, intenso y seguro de sí mismo. No teme a los desafíos y siempre reserva un as en la manga: el misterio de una furia inexpugnable, el corazón al límite.

Utiliza la técnica de la demolición con un juego poderoso que no hace concesiones y puede ser machacón con las debilidades del rival: castigó el revés de Roger Federer en los días de su máxima rivalidad y ayer hizo lo propio con Casper Ruud, que también mostraba alguna debilidad por ahí. Siempre sale a la pista con una idea: jugar todos lo puntos hasta la extenuación, y si los pierde usa la estrategia de volver a empezar, fortalecido.

Rafael Nadal es un gran campeón porque maneja todas las suertes del juego, posee todos los golpes y atesora una fuerza, una constancia y una entrega que ponen a prueba la resistencia, la audacia y la inteligencia de cualquier rival. Este domingo, en un partido que no presentó la esperada batalla a un Rafa que a veces pareció algo errático o impreciso, muy levemente dicho sea de paso, el jugador español se encontró a sí mismo y se vio ganador con sus armas: bolas anguladas, bolas altas y pesadas, cambios de ritmo, ataque constante, buenos ‘passing shots’, medidos ‘paralelos’, la eficacia habitual de las dejadas y la volea. Y un saque correcto, que tardó en asentársele.

A todo ello, a ese impulso de renacimiento que le enardece y le agiganta siempre (puede estar moribundo, pero rara vez está muerto), se suma su consistencia mental, un elemento decisivo en toda su carrera. Nadal ni es el jugador más elegante ni el más artístico, pero su potencia, su determinación y su hambre de triunfo lo han llevado a lo más alto. En un tiempo de mitos fugaces, desmesurados y fatuos, él es un caballero, un combatiente, el atleta que ennoblece el deporte y lo reconvierte en una de las bellas artes de la pasión y la idolatría. Rara vez ha sido tan natural admirar a alguien.

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