La curiosa despedida de un zaragozano: "Para un día que no leo el periódico, voy y salgo"

Los seres queridos de Enrique Escámez decidieron rendirle el homenaje que siempre había querido en una esquela.

Enrique Escámez, el zaragozano que se despidió con una curiosa esquela en HERALDO.
Enrique Escámez, el zaragozano que se despidió con una curiosa esquela en HERALDO.
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Aunque no es lo habitual, Enrique Escámez se reía, a menudo, de la muerte. Y no porque no la tomase en serio, no. Más bien todo lo contrario. Combatir -o convivir- con tres cánceres en sus últimos once años de vida la habían convertido en una de sus compañeras de viaje.

Falleció en Zaragoza el pasado 25 de marzo dos días después de cumplir 67 años. Sin embargo, sus seres queridos decidieron rendirle el homenaje que siempre había imaginado. Y qué mejor qué hacerlo con sarcasmo, de ese que él derrochaba cada día, y con una esquela que decía: "Para un día que no leo el periódico, voy y salgo".

Y es que entre sus peculiaridades, que según sus allegados eran muchas, destacaban un sentido del humor "a veces demasiado negro" y el hecho de que, cada día, leía HERALDO DE ARAGÓN. Eso sí, siempre empezaba por las esquelas. "Mira, otro día que me he librado", afirmaba con sorna. Así lo aseguran su hermana Teresa y su único hijo, Quique, de 37 años.

Esquela del zaragozano Enrique Escámez.
Esquela del zaragozano Enrique Escámez.
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"También disfrutaba haciendo todo tipo de comentarios. Por ejemplo, cuando salía un nombre varias veces recalcaba que se trataba de alguien importante", rememoran durante un café en un bar ubicado en el barrio de Las Delicias. Recuerdan que Enrique era peculiar.

"Lo suyo con la prensa era tal que debíamos subirle un ejemplar cada día a la habitación antes de que llegaran los médicos", asegura su hijo, que reconoce que disfrutaba como un niño de los pasatiempos. "A la persona que los elige cada día se le debería dar un premio", afirma.

De hecho, solía pedir ayuda a quien pillara cerca cuando no encontraba una palabra en el crucigrama, incluso a los doctores. "Luego le tuvieron que quitar las cuerdas vocales y tenía que hacerlo por mímica", explican. También con una libreta desde que perdió el habla, la que le acompañaba allá adonde iba y le servía para comunicarse con su mujer Teresa Cervero, con la que llevaba compartiendo su vida desde los 14 años.

"Mi cuñada empezó a perder la vista por glaucoma, y hasta de eso se reía. Decía que menuda pareja, una ciega y un mudo, y se partía. Han sido uno", recuerda su hermana. El mayor de tres hermanos e hijo de un ferroviario, vivió una larga temporada en Portbou, y se dedicó toda la vida a las ventas de maquinaria.

También era un lector empedernido y amante de las tradiciones, aunque como espectador, nada de formar parte. "Nuestra familia proviene de La Puebla de Híjar y le encantaban la Semana Santa y ver tocar los bombos, aunque él jamás salía", explica Teresa.

Otra de sus peculiaridades era que siempre iba acompañado de una mochila de color negro en la que llevaba una carta escrita a mano en la que le pedía a los médicos que, llegado el caso, le dejasen descansar tranquilo. "Han sido más de diez años con esta enfermedad. Supongo que eso forjó una forma de ser con la que intentaba que nada nos afectase tanto como debía", reconoce su hijo. Sin embargo, no siempre lograba el efecto buscado.

El mejor homenaje: la risa

"En la última década pasó por quirófano en más de una veintena de ocasiones. Algunas de ellas muy complicadas", recuerdan. Sin embargo, siempre fue fiel a su personalidad. "De eso iba sobrado", afirma su hijo. Como el día que pidió a un interino que revisase un sangrado inusual o cuando aprendió a utilizar emoticonos para poder increpar a su hijo cada vez que perdía el Real Zaragoza. "Ni mudo dejó de meterse conmigo", bromea.

"Su humor era tan complicado que a veces nos costaba pillarlo un par de horas", bromean. Si hay algo que Enrique padre tenía claro después de tantos años de enfermedad es que su familia debía seguir adelante, sin pena y con alegría. Porque para él, con esta manera de afrontar su realidad, el mejor homenaje que podían hacerle era ese: recordarle entre risas.

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