Turista en mi pueblo
Este fin de semana nos visitaron en Zaragoza amigos de tiempos ha. Todos conocían la ciudad, aunque en algunos casos llevaban tiempo sin verla, y se sorprendieron con algunas gentrificaciones, ciertos grises donde antes había verdes. Es interesante cómo ven desde fuera lo que para nosotros es cotidiano: me refiero a los detalles que marcan la diferencia entre lo práctico y lo memorable. En un grupo heterogéneo, que rozaba la docena de humanos entre autóctonos y visitantes, cada cual trató de disfrutar lo máximo posible del reencuentro, en el que naturalmente no faltaron las anécdotas arcanas (qué duro para quienes han llegado a nuestras vidas hace poco, ya sea por repetición de recuerdos u alusiones a gentes y situaciones que nunca vivieron) o los repasos a nuestras respectivas situaciones laborales.
La gastronomía local ha sacado buena nota (enhorabuena, compueblanos) y la hostelería nocturna se saldó con división de opiniones. Ah, los sitios con portero en pose chunga y cordoncito, que nos convierten en manzanas poco apetecibles para el consumo: ¿será por alguna mella, quizá una cana de más en la barba? Que les den, sin ‘acritú’. Somos viejos y en algunos lugares no lucimos bien acodados en la barra, o bailando torpemente (no todos: yo, sí) una música que aborrecemos. Por suerte, siempre aparecen lugares en el que las cosas suenan bien, hay más gente bailando raro y nuestra foto mental de hace 30 años no es tan diferente de la actual, aunque en los 90 no hubiera canas, arrugas ni tripa, que bienvenidas sean. Volved pronto, y envejeced a gusto, majos: prometo hacer lo mismo.