LETRAS ARAGONESAS

Severino Pallaruelo: paisajes de Aragón de un escritor del Pirineo que dibuja y hace mapas

Retrato literario de un narrador, dibujante, andariego, antropólogo, fotógrafo e historiador que posee una obra muy variada de todos los géneros

Severino Pallaruelo junto al castillo de Sora en las Cinco Villas.
Severino Pallaruelo junto al castillo de Sora en las Cinco Villas.
Eduardo Viñuales Cobos.

Severino Pallaruelo Campo (Puyarruego, Huesca, 1954), que acaba de publicar la novela ‘Veintiuna noches’ (Xordica), quizás podría no ser encasillado como un escritor típico dentro del gremio literario. Y a pesar de que en su bibliografía personal hay más de treinta títulos… o de que incluso otros destacados referentes como el reciente Premio de las Letras de Aragón, Félix Teira, hayan ensalzado su emocionante forma de narrar: «Sus cuentos son como la poza transparente de un río de montaña, se ve hasta el fondo, hasta la última piedra», dijo.

Pero en realidad el Severino pirenaico que todos conocemos tiene más facetas ocultas. Va, de primeras, a su aire, puesto que únicamente se deja llevar por su propio impulso, por las emociones del momento. Y, es más, en su quehacer cultural ni tan siquiera se ve condicionado por lo que muchas veces puede ser el formato o la norma para que un trabajo suyo sea hecho público tras su elaboración. Lo que Pallaruelo escribe, dibuja, fotografía o graba lo hace para sí mismo, a su manera, solamente porque a él le gusta y porque disfruta con ello.

Así sucedió con su libro ‘José, un hombre de los Pirineos’ (Prames), obra personal primeramente manuscrita y montada en grandes láminas, con fotos pegadas y dibujos propios… hasta que un buen día vino su amigo Josete, le tomó el original prestado y lo llevó a una editorial aragonesa pensando con acierto que ahí quizás lo querrían publicar. Y es que cuando Severino Pallaruelo se centra en algo, lo disfruta y lo exprime intensamente: tan pronto se vuelca en convivir y registrar el modus vivendi del último habitante de una aldea perdida bajo las paredes de la Peña Montañesa, como en investigar documentos notariales por los archivos históricos, en dejar constancia de la estirpe de una familia ilustre aragonesa, en ir grabando vídeos cortos que poco a poco va colgando en su cuenta de Instagram… o bien en escribir una novela de atracción y amor pudoroso que se desarrolla en un hospital con ventanales que se abren las montañas doradas.

Los libros de un curioso

Sin embargo, el literato es el mismo hombre que escribió estudios y documentos variados como ‘Diario de la naturaleza’, ‘Navatas’, ‘Viaje por los Pirineos misteriosos’, es la misma persona que se adentra en el mundo interior de los pastores de las montañas, de las cabañeras y de los molinos de agua del Alto Aragón, idéntico autor que igualmente ha realizado una completísima guía ilustrada de Aragón, en Prames, o que ha reeditado hace poco sus relatos cortos de ‘Pirineos, tristes montes’ y ‘Un secreto y otros cuentos’ (ambos en Xordica) que ya llevan escritos más de 20 años pero que siguen igual de frescos tras cada reedición. El público aragonés no sabe que Pallaruelo traza sus propios mapas, los colorea con acuarelas, que investiga en aspectos secundarios de la Guerra Civil Española, dibuja mariposas, busca macroinvertebrados acuáticos en las aguas de las balsas y los ríos más limpios… que pese a su viejo vínculo con el bosque y la madera le fascinan en mayor medida los parajes desiertos –sin árboles–, que no suele consultar información alguna sobre los lugares que hay que visitar antes de emprender una excursión, que se deja cosas por el camino y que así va descubriendo por casualidad otros rincones o detalles de los que nunca antes nadie le habían hablado.

«Sus cuentos son como la poza transparente de un río de montaña, se ve hasta el fondo, hasta la última piedra», dijo Félix Teira, premio de las Letras Aragonesas

Cuando va sólo por el monte se detiene largo rato ante el paisaje labrado, contempla las margas grises y sus cárcavas, dibuja los puentes, goza con el aguacero, fotografía los blancos festones del frío en un barranco helado, redacta notas para ese dietario propio que sigue alimentando periódicamente desde el año 1977, encuadra el visor, compone, dispara el obturador… o, si el momento es proclive, hasta puede escribir poesías que nunca ha tenido a bien publicar y que muy pocos han tenido la fortuna de escuchar o leer.

Este geógrafo e historiador, que además escribe, es una de esas almas libres que prefiere comer de alforja por el monte, ya que sus mejores ‘restaurantes’ están al aire libre, junto a una cascada o en lo alto de aquella vieja torre musulmana que se asoma desde lo alto del monte a tan extraño paraje que no aparece en las guías, ni en revistas ni en blogs turísticos. Se baña en los ríos, se echa la siesta entre la hierba, habla con un campesino, es capaz de sentir el peso de la historia y se le emocionan los ojos ante todo aquello que ha vivido y sentido con tanta sensibilidad que cree estar en un auténtico paraíso.

Severino Pallaruelo sonríe en el congosto de Obarra, en el río Isábena.
Severino Pallaruelo sonríe en el congosto de Obarra, en el río Isábena.
Eduardo Viñuales Cobos.

El explorador de espacios

Lo cierto es que el mundo interior de Severino es más, mucho más que ese Pirineo montañés del que ya poco queda y al que tantos de nosotros le hemos asociado. Porque, aunque no reniega de la montaña y ama las geografías remotas, en realidad la estepa árida, áspera y desnuda, es su gran debilidad. He viajado con él por las Bardenas Reales, por la paramera de Blancas, junto a las cárcavas de Villanueva de Jiloca, por el congosto de Obarra, por las Cuevas de Purujosa o por esos montes de Algairén y de la Ibérica de Zaragoza que parecen salidos del Atlas marroquí.

Juntos hemos subido a la cima ventosa del Moncayo, hemos entrado en el Salón Dorado del palacio de los Condes de Morata, nos hemos escondido en un ‘hide’ de camuflaje para esperar a que los buitres bajasen a comerse una carroña, hemos ido en busca de los insectos más raros, atascado el coche en un barrizal del desierto Planerón de Belchite, y hasta nos hemos emocionado con el morado de los erizones en flor o con el bosque caducifolio cuando exhibe su mejor traje de otoño.

Pocos conocen sus cuadernos de campo y sus cartografías. Son auténticas obras de arte. Escasos son quienes saben que también se entretiene construyendo cuadros con cartones, pintura reutilizada y latas viejas.

Severino, ese profesor de instituto felizmente ocioso y jubilado, es capaz de sorprendernos con un nuevo registro dónde aún no estaba encasillado, e incluso si surge el debate hasta puede llegar a aportar un punto de vista valiente que nos agita y nos remueve por dentro. Hablando de la despoblación del mundo rural, Pallaruelo reflexionaba en el programa Aragón TV de ‘Sin cobertura’ (dirigido por Javier Calvo) sobre cómo él mismo había evolucionado en su mirada sobre el drama del abandono: «De niño me impresionó ver el vacío en las aldeas en el valle de La Solana de Burgasé, pero luego me costó evolucionar y asumir que la gente realmente había querido marchar de forma voluntaria para tratar de llevar una vida mejor, más feliz, lejos de aquella economía de subsistencia, que no era casi monetaria y que ya se acabó. Pienso que era algo inevitable. ¿Cuál era, pues, el problema? Lo mismo pensé de los edificios, de las bordas, de las casas o las iglesias que ya no servían para lo que fueron creados. Me cuesta pensar un final más digno para aquellas piedras que hoy vuelven a la tierra y que toman el mismo ciclo natural que todos tendremos que seguir cuando desparezcamos. Su tiempo ya pasó y no hay que lamentarse».

Cuando lee o cuando escribe, le gusta que las letras y las palabras fluyan como las aguas de un arroyo montano que marcha alegre y decidido, libre y suelto entre su lecho de piedras. A veces pienso que Severino Pallaruelo es un ser humano intelectualmente completo, como aquellos artistas del Renacimiento… pero, ante todo, creo que es una buena persona que escribe libremente, que ama los paisajes y la vida por encima de todo tan maravillosamente como le va marcando el latido de su corazón entusiasta.

Severino Pallaruelo con uno de sus cuadernos de campo, llenos de dibujos de mariposas y notas poéticas.
Severino Pallaruelo con uno de sus cuadernos de campo, llenos de dibujos de mariposas y notas poéticas.
Eduardo Viñuales Cobos.

El montañés que amaba la estepa

Todos asociamos a Severino Pallaruelo con las montañas del Pirineo o, si se me apura, con los pueblos y aldeas tradicionales del Sobrarbe y el Serrablo. Pero a Severino le estimulan mucho más esos otros paisajes de Aragón, completamente distintos, tal y como pueden ser la laguna de Gallocanta, un castillo olvidado sobre un mar de campos de cereal en las Cinco Villas o, mejor aún, las denostadas estepas de buena parte de Aragón donde la tierra arañada por la erosión y el tractor asoman a flor de piel.

««Me gusta la pureza de los montes deforestados y los páramos con matas creadas por un pintor, con campos dibujados, sin vestidos e interferencias. Son como la materia esencial, grandiosa en su simplicidad». Y lejos de considerarlos simples «secarrales», para Pallaruelo el corazón de estas geografías lunares son sinónimo de «silencio y calma, de sensación de paisaje infinito y de horizontes abiertos».

Por eso a veces afirma que tiene hambre de rojos en el paisaje y sed de sequía… o que cada cierto tiempo necesita ver cielo azul, rocas tostadas, soles que abrasan, hierba agostada, sentir la blasfemia airada y ver el agua escasa. “Los paisajes saturados de verdes y brumas me hacen perder el brillo en la mirada”, apuntilla. EVC

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