Un aniversario bajo el foco del debate político

No puede decirse que nuestro texto constitucional, alcanzada su plena madurez, presente muchos achaques por sí mismo. Hay detalles susceptibles de renovación, pero su utilidad y posibilidades siguen siendo muy amplias. En realidad, las amenazas a su supervivencia son ajenas a cualquier diagnóstico porque se hallan en quienes pretenden directamente su aniquilación

La Constitución española cumple 45 años.
La Constitución española cumple 45 años.
H.A.

Que la Constitución vuelva a cumplir años en un momento de tensión, sometido su texto a las convulsiones que dicta la coyuntura política, no debería servir para empañar la celebración de su aniversario. Al contrario, la vivacidad de sus preceptos se expresa en el debate frecuente, que la coloca en el foco de la discusión y que exige también la renovación de reflexiones y compromisos.

Esa misma visión innovadora de la tensión, como un canal abierto entre el poder central y los territoriales, fue la que utilizó en su día el constituyente para configurar el sistema autonómico, asentar su vigencia e impulsar su desarrollo. La contrapartida supone cierta dificultad para alcanzar una armonía estable, una conclusión sólida. La Constitución no deja de basarse en una compleja malla de equilibrios cambiantes. Gracián lo dejó escrito: «No hay dicha porque no hay estrella fija de la Luna acá; no hay estado sino continua mutación en todo».

El preámbulo de la tantas veces añorada Constitución de 1812, tal vez el primero de los hitos de la España contemporánea, ya fijaba el concurso de las leyes con «las oportunas providencias y precauciones» para asegurar «de un modo estable y permanente su entero cumplimiento», un ánimo comprensible pero ingenuamente excesivo a la luz de las vicisitudes de nuestra Historia.

Hay que reconocer que la longevidad de una Constitución habla bien tanto de quienes la elaboraron, porque acertaron en la arriesgada pirueta de proyectar hacia el futuro la fotografía del instante, como de la sociedad a la que sirve de guía inspiradora. De ahí la importancia de calibrar esos equilibrios –un ejercicio no siempre apacible– que sirva para una convivencia que ha de ser justa y por eso mismo, y conviene resaltarlo precisamente ahora, afianzada en la igualdad.

Eso excede la fría sucesión de títulos y artículos que le da forma. La Constitución es una amalgama de valores, abstracta y por eso también lejana para muchos, y sujeta además a interpretaciones diversas. La resultante se concreta en el «alma de los Estados» de Sócrates, la idealización virtuosa de ley y sociedad. No puede haber dudas del triunfo que supone desde una perspectiva histórica haber cumplido 45 años de convivencia democrática. Pero ahora puede comprobarse que la exaltación del presente puede llegar a ser tan temeraria como cualquier arrebato de melancolía política, que es una mezcla extravagante y generalmente inútil. El presente fagocita como un agujero negro las perspectivas y, en medio del caos que genera, exige miradas de corto alcance caracterizadas por la inmediatez.

Bandazos

El profesor Manuel Ramírez Jiménez, que fuera durante muchos años catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza, solía explicar la historia del constitucionalismo español como una sucesión de bandazos, hasta la de 1978, que había cristalizado en una calculada moderación. Su éxito se explica en un logrado distanciamiento de las coyunturas y en lo que podría considerarse como una cierta contención del presente en favor de la perspectiva.

El cuestionamiento que sufre hoy la Constitución proviene, antes que del recurso –indiscutiblemente bastardo en su motivación real– a la amnistía, de una quiebra fundamental de la división de poderes sobre la que pivota la democracia representativa y que consagró Montesquieu en ‘El espíritu de las leyes’.

Suele recordarse que Alfonso Guerra, entonces vicepresidente del Gobierno, ya dio por muerto –aunque él niega haberlo dicho– al pensador francés con ocasión de la reforma del Poder Judicial de 1985. El paso del tiempo como gran periclitador de ideas es un argumento zafio pero refleja el engreimiento de cualquier presente. En ello están quienes ven ahora en los 45 años cumplidos de la Constitución no un valor sino una prueba de descrédito.

La exaltación del presente puede llegar a ser tan temeraria como cualquier arrebato de melancolía política

Ciertamente, no es responsable limitarse a adornar de elogios la Constitución cada 6 de diciembre sin entender la reforma serena y consensuada como su mejor instrumento de defensa. Nuestra desgracia es que faltan consensos y falta serenidad para abordarlos. Y mantener ese estado de cosas que deriva hacia el anquilosamiento constitucional, hacia su caducidad, es una aspiración constante de las formaciones políticas que buscan derogar el vigente sistema, la Constitución y la unidad de España.

Dique constitucional

El Poder Judicial funciona aún como un dique constitucional y ello le ha convertido en un objetivo principal al que batir. De ahí que la confusión de la división de poderes que se va extendiendo, en la forma y en el fondo, amenace las bases de nuestra democracia. Sobre todo porque se estimula desde un Poder Ejecutivo que se apoya en partidos con intereses contrarios a los de la Constitución, que es tanto como decir a nuestra convivencia.

Entre la pugna de sustrato partidista emerge de manera singular la figura del Rey constitucional en la persona de Felipe VI. Su papel, limitado pero clave, aporta esa serenidad que decíamos haber perdido y sus reiterados llamamientos a la unidad y el consenso suponen una vía impecable en defensa de la Constitución. «Yo no puedo mediar entre quienes cumplen la ley y quienes no lo hacen», cuentan que dijo el Rey en una conversación con testigos a la entonces alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, pocos meses después de su discurso del 3 de octubre de 2017.

Ese rigor, al igual que el que en general demuestran los jueces, es el que se echa de menos en un ámbito, el de la política, diluido en necesidades que tratan de disfrazarse de virtud y que, imbuidos por la modernidad líquida de Bauman, confunde la flexibilidad con la ausencia de principios.

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