Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Ciencia que alimenta

Cómo aliñar una ensalada y no morir en el intento

Si ponemos más sal de la cuenta, añadimos algo más: un factor de riesgo ligado a la pérdida de años de vida.

Ojo con la sal cuando hay que aliñar al gusto la ensalada
Ojo con la sal cuando hay que aliñar al gusto la ensalada
Corinna Veronika Schmid

Un estudio recientemente publicado bajo el auspicio de la Sociedad Europea de Cardiología vuelve a poner el foco en el consumo excesivo de sal en nuestra dieta. En esta ocasión a cuenta del salero, al concluir que añadir sal a la comida una vez servida en la mesa en un factor de riesgo ligado a la pérdida de años de vida. Sin embargo, hay ocasiones -y ensaladas- en las que no queda más remedio que aliñar al gusto. ¿Estamos en un callejón sin salida? 

En concreto, el estudio expone que en la dieta occidental es un hábito bastante extendido el adicionar un extra de sal en la mesa y que este extra de cloruro sódico representa entre el 6 y el 20% del consumo total, lo que a su vez se traduce en una disminución de la esperanza de vida en dos años.

Dicho lo cual, la recomendación es clara: prescindir totalmente del salero en la mesa. Una recomendación que sin embargo choca con la -muy agradecida para el consumidor- práctica que se ha impuesto en la inmensa mayoría de establecimientos de restauración -y también en muchas casas- de presentar algunas preparaciones -fundamentalmente ensaladas y sus variantes- sin aliñar para que cada cual la aderece a su gusto.

Así pues, el quid de la cuestión radica en cómo aliñar (y más en concreto cómo salar) la ensalada sin perder años de vida en el intento.

Cinco gramos al día

Lo primero es lo primero. Es incuestionable que la sal es un eficaz potenciador del sabor que, añadido en su justa medida, realza el gusto de los alimentos, por lo que renunciar totalmente a ella no parece la mejor -al menos desde un punto de vista organoléptico- opción. Pero, al mismo tiempo, las autoridades sanitarias cifran en cinco gramos la ingesta diaria de sal 'segura' o tolerable. Es decir, siempre que no se exceda esta cantidad en el cómputo total del día, podemos estar relativamente tranquilos en lo que respecta a sus efectos sobre la salud. 

Por otro lado, y si nos ceñimos asimismo a las recomendaciones efectuadas por esas mismas autoridades sanitarias, lo adecuado es que -en el patrón de una distribución en cinco comidas diarias- la ingesta correspondiente a la comida del mediodía y a la cena representen el 30% y el 25% de la ingesta calórica recomendada. Dato del que se puede extrapolar que la cantidad de sal que corresponde a cada una de estas comidas debe ser asimismo el 30% del total diario. Esto es 1,5 gramos. 

Por lo general, al menos a la hora de comer, más aún en un establecimiento hostelero, y más aún si el primero es una ensalada, el menú suele estar integrado por un primero y un segundo plato. Algo también habitual en la cena cuando esta incluye una ensalada, que suele servir de acompañamiento. 

De lo anterior se deduce entonces que a cada plato le corresponden 0,75 gramos de sal. Pero, espera, porque un menú tipo también incluye: 1) pan para acompañar la comida y rebañar el aliño y que asimismo incorpora una determinada cantidad sal; y 2) postre, que en no pocos casos también tiene una cantidad de sal -a veces mínima y otras 'indecorosa', como es el caso de muchos postres industriales. -Por poner un ejemplo, el helado favorito de mi hija para rematar las comidas domingueras en casa de sus consentidores abuelos, el Magnum doble chocolate tiene 0,3 gramos de sal-. E incluso la leche del café con ídem también aporta cierta sal a la ingesta total. Tras considerar todos estos condicionantes, mejor rebajar hasta 0,6 gramos la cantidad que podemos adicionar a la ensalada para aliñarla.

Un golpe de sal

Y por fin llega el momento de echar mano del salero. ¿Cuánta sal añadimos con cada golpe de tal utensilio? La respuesta es tan sencilla como desoladora, nadie lo tiene claro, pues depende de muchos factores: el movimiento de muñeca, el ímpetu del comensal, el modelo de salero, el diámetro de los orificios, lo limpios o despejados que estos estén, la variedad y marca de la sal y, sobre todo, la humedad ambiental. 

Resulta que la sal es un compuesto altamente higroscópico, es decir, absorbe el agua presente en el ambiente con enorme facilidad –de hecho, es por esta capacidad por lo que se emplea como conservante-. Además, tiene la mala costumbre de cristalizar en una estructura cúbica. Vamos, que forma diminutos cubos. Las seis caras planas de estos facilitan que, en presencia de humedad, se suelden unos con otros, dando lugar a cristales más voluminosos que ya no salen o lo hacen con mayor dificultad por los orificios del salero. Eso, si es que antes se han despegado del compacto bloque que reposa en el fondo.

Experimento para hilar fino

Así pues, para poder al menos estimar la cantidad de sal que se añade en cada ocasión con un salero solo se me ocurre que haga lo siguiente. Consiga un higrómetro para determinar la humedad del ambiente. Una vez que la haya medido, calcule los golpes de salero que necesita para rellenar una cucharadita rasa de sal. De modo que, dividiendo, pueda calcular cuánta sal cae en cada sacudida. Repita el experimento en días con condiciones de humedad distinta (pero siempre con la misma cucharilla, salero, marca de sal y motivación). Y finalmente, cuando disponga de una considerable cantidad de datos, elabore una gráfica que enfrente el grado de humedad con la cantidad de sal por golpe de salero. Y claro, nunca olvide el higrómetro ni el salero del estudio (relleno con la sal del ídem) cuando vaya a salar. Y asuma que tanto el camarero como el resto de comensales presentes le mirarán como a un lunático -eso en el mejor y más respetuoso de los casos-.

En sobrecito

Por suerte, en los últimos tiempos, se ha instaurado la tendencia de reemplazar el viejuno salero por sobres unidosis de sal.

¿Por suerte? No diría yo tanto. Primero, porque la supuesta unidosis resulta ser de un gramo. Mal empezamos. Y segundo, y aún más importante, porque no soluciona el problema de tener bajo control la sal ingerida. Pongámonos en la situación más favorable: que pidamos una humilde ensalada de lechuga, tomate y opcionalmente cebolla. El primer paso sería servirse en el plato la ración máxima que vayamos a consumir y, a continuación, repartir sobre la ensalada 3/5 partes del contenido del sobre -eso sí, ni se te ocurra servirte más porque entonces el cálculo se va al traste-.

Bueno, pues, al final, no ha resultado tan complicado, ¿verdad? Ya, pero es que, por lo general, las ensaladas suelen llevar 'algo más': desde básicos como aceitunas y bonito (o algún otro pescado) en conserva, hasta otros ingredientes más 'exóticos' como maíz y remolacha cocidas, zanahoria rallada, pimientos del piquillo, legumbres (generalmente todos procedentes de conservas), surimi, gulas, queso, frutos secos, picatostes, etc., etc. Lo que complica sobremanera el tema del aliño, porque la práctica totalidad de los alimentos que han sido sometidos a algún tratamiento –por mínimo que este fuera- antes de ser puestos a la venta, incorporan sal atendiendo a sus propiedades, fundamentalmente como agente conservante. Algo que reflejan las etiquetas con la composición nutricional que obligatoriamente deben incorporar todos los productos. La cuestión es que la información que facilitan, y en concreto el dato relativo a la sal, dista mucho de aclararnos cuánta vamos a ingerir. De hecho, del dato que figura en la etiqueta al que corresponde a nuestro consumo real media un abismo plagado de operaciones matemáticas.

Cálculos 'añadidos'

Pongamos por caso la lata de atún claro en aceite de oliva que me he agenciado para la ocasión. Según la información nutricional que facilita, hay 0,88 gramos de sal por 100 gramos de producto. Y 0,35 gramos en 50 gramos de producto escurrido, que, aclaran, es el equivalente a una ración. Pero, irónicamente, la lata contiene 112 gramos de peso neto y 82 gramos de peso escurrido. Así pues, para determinar cuánta sal vas a ingerir con el atún, primero hay que escurrir concienzudamente la lata. A continuación, separar la porción deseada, pesarla y calcular recurriendo a una sencilla regla de tres el contenido de sal. Y descontar esa cantidad de los 0,6 gramos de sal de partida. Y, ahora, supón que la ensalada lleva además pimientos, aceitunas y surimi. Para cuando termines de pesar, multiplicar y sumar y restar, con toda probabilidad la ensalada estará ya rancia y a ti se te habrán pasado las ganas de comer. 

Pero, espera, porque eso sería en el ideal de una ensalada casera. Y es que, en el restaurante, la ensalada ya viene preparada. Y entonces lo que procede es separar concienzudamente todos los trozos de atún, pesarlos e interrogar al camarero acerca la información nutricional de la marca conservera empleada. Y lo mismo con las aceitunas, los pimientos,… . O directamente preguntar en el interrogatorio cuántas latas (o fracción de) de cada conserva incorpora cada ensalada. Acto seguido, sacar boli, papel y calculadora y proceder con los cálculos y, por fin, una vez conocida la cantidad de sal que ya trae por defecto la ensalada, si queda margen de maniobra, proceder a repartir la fracción de sal del sobre unidosis que aún nos podamos permitir sobre el plato.

Por fortuna -esta vez sí-, finalmente es el propio estudio el que nos ofrece una salida o vía de escape al indicar que, en el caso de las comidas que incorporan una buena cantidad de verduras (como nuestra manida ensalada), estas son ricas en potasio, un elemento que protege contra los problemas cardiacos y metabólicos que el exceso de sal causa.

Entonces, el verdadero problema es cuando el salero acompaña en la mesa (y no solo como ornamento) a platos poco 'vegetarianos', como unos macarrones gratinados, unos huevos rotos, una fabada con sus sacramentos o cualquier otra sugerencia del chef que ya sale de la cocina convenientemente aderezada. Pues haber empezado por ahí.

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