Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Aquí hay ciencia

Vivir en la ciudad afecta al cerebro

Que vivas en una bulliciosa urbe o en un pequeño y pintoresco pueblo rodeado de naturaleza no solo repercute en cómo de limpio es el aire que respiran tus pulmones. La neurociencia ha demostrado que a nivel cerebral la vida rural nos marca. En líneas generales, para bien.

Basta pasar unos pocos minutos en el ajetreo de la calle de una gran ciudad para que nuestro cerebro pierda capacidad de autocontrol y atención.
Basta pasar unos pocos minutos en el ajetreo de la calle de una gran ciudad para que nuestro cerebro pierda capacidad de autocontrol y atención.
Guillermo Mestre

La urbanización es un proceso imparable. Ni siquiera la pandemia, que en apariencia debía favorecer el flujo de la población hacia las zonas rurales, ha conseguido ponerle freno. Lo cierto es que viene de largo: la población mundial residente en áreas urbanas prácticamente se duplicó entre 1950 y 2020, pasando de un 29,6% a un 56,2%3. Es más, en el caso de Europa, América del Norte, Australia y Japón, ocho de cada diez habitantes en 2020 residían en ciudades.

Ante cifras tan apabullantes, una duda natural que surge es si nuestro organismo se resiente según vivamos en el campo (una minoría) o en la ciudad (la mayoría). Así, a bote pronto, es fácil concluir que lo único que cambia es que fuera de las grandes urbes respiramos un aire mucho más puro. Sin embargo, la cosa va mucho más lejos: dónde vivimos condiciona tanto la estructura como el funcionamiento de nuestro órgano pensante.

Uno de los investigadores que más empeño ha puesto en demostrarlo ha sido Andreas Meyer-Lindenberg, de la universidad alemana de Heidelberg. Hace unos años, Meyer y su equipo se dedicaron a escanear el cerebro de decenas voluntarios procedentes de entornos rurales y urbanos en situaciones estresantes. En su experimento, los sentaban a resolver problemas aritméticos complejos a la vez que les reprobaban por su mal desempeño, les hacían ver que sus resultados eran inferiores a la media o refunfuñaban instándoles a darse más prisa. Pues bien, trabajando bajo tanta presión, los urbanitas se estresaban claramente más.

¿Por qué? Las dudas las despejó el escáner. Analizando las imágenes obtenidas con resonancia magnética, los investigadores descubrieron que la amígdala, un área clave en el procesado de las emociones en general, y del miedo en particular, entró en acción exclusivamente en quienes habían crecido en ciudades. "El sensor de peligro está hiperactivado en el entorno urbano", concluía Meyer con los resultados en la mano.

El bullicio de la ciudad sale caro

Tanto es así que no hace falta residir habitualmente en una gran ciudad para que el cerebro se resienta. Un estudio de la Universidad de Michigan (Estados Unidos) de hace una década concluía que basta pasar unos pocos minutos en una calle ajetreada de una gran ciudad –con tráfico intenso, luces de neón, sirenas y aceras abarrotadas de peatones– para que nuestro cerebro pierda capacidad de autocontrol y atención. La buena noticia es que con la naturaleza pasa igual: un corto paseo por la naturaleza es suficiente para espantar los trastornos psiquiátricos.

Claro que hay ciudades y ciudades. Un reciente estudio con cerca de 400.000 personas procedentes 38 países del mundo demostró que quienes crecen en urbes con un trazado rectilíneo como Chicago se orientan mucho peor que quienes pasaron su infancia en ciudades con callejeros mas enrevesados como Madrid o Praga. Aunque, con diferencia, los que pueden presumir de tener el mejor ‘GPS’ mental son los que pasaron su infancia en un pueblo, lejos del ordenamiento urbanístico y expuestos a las irregularidades y al ‘caos’ en lo que a distribución de calles se refiere.

Eso sí, seas rural o urbanita, si quieres que tus habilidades de orientación y navegación no desaparezcan, más te vale dejar apagado el GPS del coche. Según un estudio neurocientífico liderado por Mar González Franco, las personas que abusan del GPS pierden la capacidad de crear mapas mentales y ven mermada su memoria y su salud mental. Y todo porque seguir pasivamente las instrucciones audiovisuales de un GPS no requiere que los conductores codifiquen, transformen y monitoreen continuamente su posición en el espacio.

Si no te queda otra que vivir en la ciudad, al menos deberías tener la opción de elegir el barrio en el que te instalas. Porque, ojo, no todos son iguales para nuestras neuronas. Neurólogos estadounidenses demostraron el año pasado que las personas de edad media o avanzada que viven en barrios más desfavorecidos, con altos niveles de pobreza o escasas oportunidades educativas y laborales, tienen el cerebro más pequeño y un declive cognitivo más evidente.

Las neuronas llevan mal la contaminación

En líneas generales, los datos indican que vivir en las ciudades dispara los problemas de salud mental, sobre todo de sufrir esquizofrenia. En parte, según han comprobado los científicos, porque nuestro cerebro es sensible a los altos niveles de polución aérea y de contaminación acústica.

En esta línea, un estudio de la Universidad Lancaster (Reino Unido) demostró que inhalar el aire contaminado de las grandes ciudades hace que en la mollera se acumulen partículas de magnetita. Este metal, bastante tóxico, impide la función normal de las neuronas y podría contribuir a la enfermedad de alzhéimer.

¿Nos deprime más el campo o la ciudad?

En lo que respecta a la incidencia de la depresión en el mundo rural, existe cierta controversia. Un sonado estudio publicado hace dos décadas en ‘The British Journal of Psichiatry’ apuntaba que los habitantes de las áreas más densamente pobladas "tenían un riesgo entre un 68% y un 77% mayor de desarrollar psicosis, y entre un 12% y un 20% mayor de desarrollar depresión".

En contraposición, otra investigación más reciente liderada por la Universidad de Chicago (EE. UU.) en 2021 llegaba a la conclusión de que vivir en urbes grandes nos hace menos propensos a la depresión. Los autores lo achacan a que esas conexiones fugaces que suponen el intercambio diario de sonrisas con el panadero o el cruce de miradas en el metro amortiguan la tensión de la salud mental y favorecen la interacción social. Por el contrario, en entornos rurales y poco habitados es más fácil que se den las circunstancias para ‘sentirse solo’.

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